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Mario Garrido Espinosa.

Libros de Viajes: Dentro del laberinto


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VIERNES 10 DE SEPTIEMBRE DEL 2004. El Cairo.

Después de la siesta nos metimos en el Metro (estación del Dokki). Las instalaciones estaban bastante limpias y los taquilleros eran bastante serviciales, a pesar de que no nos entendíamos. Un viaje de metro costaba 25 piastras, esto es, unos 4 céntimos de euro. Cuando nos dieron el cambio fue la primera vez que veíamos billetes de piastras. Hasta hoy el billete más bajo era de una libra.

Fuimos hasta la estación de Arabaa. Era día festivo y todo estaba infestado de puestos ambulantes y ríos de gente. Nos mezclamos con los moros como se mezcla una gota de pintura blanca en una montaña de alquitrán; dicho de otro modo, se veía bien a las claras que éramos turistas occidentales. La zona era un horror de coches, pasos elevados igual de atestados, parloteo en árabe a voz en grito, corriente humana de chilabas y velos en desesperante movimiento… A pesar de todo avanzamos hacia donde se supone que la marea de tenderetes dejaba de serlo para convertirse en zoco árabe, es decir, en el Khan el Khalili.

De pronto, a nuestra derecha, nos vimos sorprendidos por una bofetada de un olor nauseabundo. Era la entrada (prácticamente camuflada por todo tipo de mercancías) a un mercado de abastos. Pepe dijo de pasar. Al parecer él ya había entrado en otro parecido en Marruecos y la bóveda central era interesante. Luisito –o su estómago— se negó a hacerlo. Peix y yo entramos con Pepe. Lo que vi –y olí— en aquel escaso minuto que estuve dentro es, sin duda y con diferencia, lo más repugnante que a fecha de hoy recuerdo (amigo lector, salte al siguiente párrafo si quiere evitar la náusea): mostradores altos rodeando un pasillo estrecho, todo tipo de vísceras sobre y colgando de los mostradores sin ninguna higiene, cabezas de ganado mirándote desde esos mismos mostradores, ganchos de los que colgaban trozos de animales supurando su propia sustancia hacia ti, en el suelo había agua, barro, sangre y no sé qué más todo mezclado, mujeres gordas a las que sólo se les veía los ojos abriéndose paso por el pasillo estrecho, empujándote hacia los mostradores grasientos, los vendedores ofreciendo sabe Dios qué con la habitual insistencia ya tanta veces comentada en este relato… Llegamos al centro del mercado y la bóveda era de lo más normal. Salimos por el mismo pasillo de los horrores, yo a toda velocidad con una mano tapándome la boca y la nariz… Aguanté una, dos arcadas, no sé…

Preguntando a un policía conseguimos entrar en Khan el Khalili, ya que no había forma de distinguirlo del resto de la ciudad. Una vez dentro el ambiente era más calmado, aunque sólo en apariencia. Nos adentramos por las callejuelas estrechas y laberínticas sin miedo a perdernos (o sí). Era pintoresco aunque con tanta gente resultaba agobiante. Me hice una foto que intentara agrupar aquel horror. De pronto apareció un niño que sonriente se puso a mi lado para salir en la foto, o sea, que quedó una foto de lo más graciosa donde apenas se ven agobios o estrecheces.

En una callejuela vimos una cartera de piel. Nos interesamos por ella para regalársela a nuestro padre. El moro nos pedía 50 libras. Treinta dijimos nosotros. Nos mandó a tomar por saco. Entramos a otra tienda y curioseamos las carteras. Eran pequeñas para los billetes de 50 euros, pero el comerciante se interesó por nuestras pesquisas y en cuanto entendió el problema salió como un rayo en busca de carteras más grandes. No se estaba mal en aquella tienda en medio de sabe Dios dónde. Estaba vacía salvo por nosotros y la gorda mujer del mostrador. Qué tranquilidad. Qué silencio. Que diferencia con todo lo que nos rodeaba en uno o dos kilómetros a la redonda. Al rato apareció el muchacho con tres carteras más grandes.

—Pero ¿esto será piel?

—Sí, sí…piel de camello —y sacó un mechero e intentó incendiar la cartera sin conseguirlo.

—Bueno, ¿cuánto?

—En euros o en libras.

—En libras.

—40 libras

—No.25.

—35.

—No.25.

—32.

—No. 25.

—Esperad.

El muchacho se fue a hablar con la gorda del mostrador. Volvió diciendo 27 y aceptamos. Compramos, por tanto, una cartera de piel de camello —se supone, claro— por menos de 4 euros.

Después de comprar camisetas y otros regalos, salimos del zoco ­—realmente no sabemos cuándo— para volver al rastro de calles llenas de gentes, obras y puestos. Fuimos aprisionados, empujados y maleados por la morería durante más tiempo del que quisiéramos recordar, sorteando, casi milagrosamente, los carros llenos de bultos que se abrían paso sin ninguna contemplación. Dos de ellos chocaron en el lugar más atestado. Hubo bronca y no había forma de salir de allí… Con los ánimos por los suelos dimos con una calle principal. Escalamos y saltamos por encima de un mugriento paso elevado para coches como única solución para avanzar; debimos estar perdidos por momentos mientras la noche empezaba a cubrir la ciudad…

Cuando entré en la boca del metro respiré aliviado.

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