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He aquí una de las cosas que más le gusta al turista al uso: el bufé libre de un buen hotel. El libro de relatos de viajes "Los viajes del cambio de siglo" se encarga, de vez en cuando, de estudiar el comportamiento de las personas una vez llegan a este escenario. Así, el hombre corriente se convierte en una bestia tragaldabas que no conoce a nadie. Ha de probar de todo lo expuesto y en cantidad. Menos mal que este estado irracional, en general, suele durar únicamente los primeros días; después el hombre medio se apacigua y aunque sigue comiendo con alegría, quizás un poco más de lo habitual, ya no parece un asistente del festín del fin del mundo.
Pero no siempre el bufé es apetecible, ya sea por causas higiénicas, de calidad, de variedad o incluso culturales. Veamos un ejemplo de "Los viajes del cambio de Siglo. Egipto":
Entramos en el barco “Nile Krystal” a orillas del río. De nuevo nos vimos en una situación extraña, metidos en la vida privada de los demás, fuera totalmente de lugar. En aquel barco se celebraban varias bodas musulmanas a la vez. Los hombres iban de traje y las mujeres de cuento de las Mil y una Noches. De repente, las mujeres mayores empezaban a ulular tan fuerte como podían. ¿Qué hacíamos allí?
—Cuando abran el bufé —nos dijo el guía—corred a la cola, si no os quedaréis sin nada.
Y efectivamente, cuando se dio el pistoletazo todos los moros avanzaron como verdaderos buitres hasta la comida: empujones, juramentos, gente colándose, codazos… Aquello era la guerra.
—Acabo de ver como esa tía de delante chupaba el tenedor de servir y lo ha vuelto a dejar —me avisó mi hermano, con idea de que seleccionara la cubertería con cuidado.
Justo delante de nosotros una mujer pillaba con la mano trozos de pollo de otra bandeja para pasárselos a otro familiar, también en mano. Los que no le gustaban los volvía a dejar.
Asqueroso, desagradable, incómodo… Muchos adjetivos se me ocurren sobre aquel bufé, pero lo cierto es que todos los comensales autóctonos estaban a sus anchas; para ellos esta era la forma normal de actuar… En todo caso nosotros éramos los raros.
Otras veces el grupo forma una piña y, cual batallón de asalto bien entrenado, acaba con todas las existencias. No les demonicemos tan rápido, siempre hay un motivo, a menudo justificado... Veamos este ejemplo de "Los viajes del cambio de Siglo. Italia”.
El desayuno del Holiday Inn fue espectacular. Tenía de todo: huevos, fiambres, quesos, mermeladas, mantequillas, nocilla (Crema da Spalmare), zumos, bollos rellenos de chocolate, fresa, crema... Un bufé como Dios manda.
No se puede decir que en este viaje se pasara hambre, pero la ínfima calidad de la comida del día anterior, unido a la saturación de tantos días comiendo y cenando básicamente lo mismo, hizo que el grupo esperara con fuertes esperanzas este desayuno. Al fin y al cabo nuestro hotel en Milán estaba fuera de catálogo. Si pernoctamos en él era porque el Gran Premio de Monza de Fórmula 1 —bendito sea— había dejado sin plazas nuestro hotel del programa (el Dei Giovi de Cesano) y a Panavisión no le quedó más remedio que ponernos en otro similar o mejor. Y el Holiday Inn era más de 100 euros mejor por noche.
Así, cuando el grupo vio aquel bufé, se arremolinó frente a la comida como una marabunta de termitas asesinas. Aquello fue visto y no visto. Dejaron —dejamos— las mesas del bufé como la palma de la mano.
Pero otras, el viajero, necesita de la individualidad y cierta discreción para sacarle el mayor partido a un bufé libre, como se plantea en "Los viajes del cambio de Siglo. Mallorca”.
A las 7:00 en punto el despertador realizó su despiadada tarea, causando el daño psicológico correspondiente. Tras los primeros momentos de atontamiento, desviamos nuestros pensamientos hacia el fabuloso desayuno que nos esperaba un piso más arriba y, quitándonos el sueño a puñetazos, conseguimos entrar puntuales al comedor a eso de las 7:30, respetando así nuestra espartana planificación. Una vez metidos en faena, sintiéndonos más expertos con aquel espacio y sus posibilidades, forzamos aún más la maquinaria de deglutir por si nos quedábamos sin poder almorzar, o casi, otro día. Mientras, en el exterior, amanecía bellamente—hoy, por fin, iba a lucir un Sol como el de las postales de Mallorca— y los barcos y los destellos de sus bruñidos mástiles se hacían incontables desde la Catedral hasta el mirador donde desayunábamos (de ahí el nombre del hotel, colegirá el sagaz lector). Aprovechando tan idílico espectáculo, en un momento de éxtasis paisajístico por parte de los otros pocos comensales y camareros, me acerqué disoluto a las mesas del bufé y distraje unos cuántos quesitos, bollos y piezas de fruta en la mochila; por si venían mal dadas. Y es que el viajero ha de ser precavido y aprovechar sin dudar las oportunidades que en cada aventura le van surgiendo.
Muchas son, como vemos, las anécdotas que un bufé libre puede proporcionar en un viaje. Seguro que hay sesudos antropólogos intentando dar mayor luz a este asunto. De momento, si quieres continuar ahondando en este "suculento" tema (y en muchos otros), pincha aquí para hacerte con todos los relatos.
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