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Mario Garrido Espinosa.

Novelas Contemporáneas: Tertulias técnicas... o no.


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Cuando los ingenieros informáticos se reúnen para desayunar, suelen hablar de los mismos temas que el resto de las personas. ¡¿Te asombra esta afirmación perogrullera?! Pues sí, así es. Pensabas que hablaban sólo de herramientas informáticas, hardware futurista, los últimos juegos o "frikadas" de todo tipo... pues también; pero el cine, las series, el deporte (el fútbol casi únicamente), la política, etc también ocupan sus tertulias entre mordisco de barrita con tomate y bollo industrial. Aunque si a la mesa sólo hay hombres, tarde o temprano, el tema será uno muy determinado, como puede verse en este fragmento de "Las sinergias de Marcio 4. La Pirámide Invertida".

—Os habéis fijado en el grupillo ese de mujeres que han venido hace dos semanas —dijo Severo cuando las cuatro “piedras” de la base de la pirámide estaban sentadas en su mesa favorita del bar del Club de Pádel.

—Las del fondo, claro, como para no fijarse —afirmó Sabino—. Hasta Benito se ha dado cuenta, que cuando pasa la que mide dos metros, tuerce el cuello como para rompérselo.

Sabino y Severo rieron a su manera salvaje.

—Esa es muy mayor para ti, Benito —le aconsejó Marcio, mientras el joven becario se ponía rojo como un tomate.

—Además, si esa es la más fea. Si parece una jirafa, tan delgada y con ese cuello tan largo y esos ojos saltones.

—Pero Benito no ha llegado hasta la cara, no le ha dado tiempo. Se ha quedado en los muslos, como mucho en la cintura… Como es tan larga y anda tan rápido —bromeó Sabino.

—Bueno, ya está bien —protestó Benito, aunque con poca convicción.

—¿Se puede? —preguntó Alpanseque, que había aparecido cinco minutos después que el grupo y acababa de pedir su café.

—Claro, siéntate. Estábamos hablando de un grupo de mujeres que nos han puesto al fondo de la sala.

—¿Están buenas? —se interesó el veterano.

—No veas, menudo mujerío. Todas llevan minifalda y trajes ajustados. Parece como si compitieran entre ellas a ver quién resulta más llamativa y eso que las hay de todas las edades, no te creas.

—Yo firmaría ahora mismo con la morena del pelo corto —aseguró Severo—, la que es súper delgada. Es puro musculo, como me gustan a mí.

—Pues para mí la morena del pelo rizado —siguió con el reparto Sabino—, la que siempre está hablando por teléfono.

—Uff… Esa mujer creo que tiene las piernas más bonitas que he visto en mi vida—reconoció Marcio —. Os habéis fijado que están como coordinadas, vienen siempre con vestidos similares. El viernes vestían todas un pantalón vaquero ajustado.

—Todas menos mi morena —precisó Sabino.

—Claro, es que con esas piernas… Es para enseñarlas siempre —dijo Benito y se ganó una mirada asesina de Sabino.

—Luego está la tía esa que lleva colgando de la cintura esos abalorios que no paran de sonar. Es como el cascabel del gato.

—Esa mujer tiene sus años, eh. Pero ahí la tienes, con unas minifaldas que no se atrevería a ponerse ni mi hermana pequeña.

—Pues todo tiene su tiempo. Las piernas que muestra ya no son tan bonitas —reconoció Marcio.

—A mí me parece bien. Todavía conserva un tipo envidiable para su edad. Y la que enseña lo que tiene… —dijo Severo, dejando inconclusa una frase que quizás sólo conocía él.

—A ti es que te vale todo —le reprochó Sabino—. Viste como una adolescente pero cuando la oyes hablar parece mi abuela.

Marcio y Alpanseque rieron el comentario.

—¿Y os habéis fijado en la pequeñaja? —preguntó Marcio.

—¿Cuál?

—La que tiene voz de cazallera y no para de bajar a fumar. Está todo el día pasillo abajo, pasillo arriba.

—A esa la veo muy necesitada. No está mal, pero en cuanto puede se engancha a alguno de sus compañeros. Los pilla por el brazo y se arrima todo lo que puede.

—Le gusta tocar. ¿Es eso un problema? —preguntó Sabino sin esperar respuesta.

—En mi primer proyecto, cuando tenía la edad más o menos de Benito —relató Alpanseque—, había una mujer, que se llamaba Escolástica, que sí que era guapa. Era como Carmen Sevilla.

Los cuatros compañeros de proyecto se miraron sorprendidos.

—Supongo que te refieres a la Carmen Sevilla de veinte años, no a la de ahora, ¿verdad? —quiso aclarar Marcio.

—Claro, hombre.

—Joder, Alpanseque, eras más viejo que la tos —bromeó nuestro consultor—. Anda que la has comparado con Salma Hayek o Scarlett Johanson.

—Bueno, es que Carmen Sevilla de joven, incluso de madurita también, era muy guapa. Como esas que has dicho, pero con el estilo de la época.

—Ya, ya —aceptó Severo, que al igual que Sabino, sentía un profundo respeto por el sabio Alpanseque—. Seguro que Benito no sabe quién es Carmen Sevilla.

—Por supuesto que lo sé —dijo el aludido ofendido.

En ese momento apareció Penélope, una antigua “piedra” de cuando la base de la pirámide era mayor que los pisos superiores.

—Hola, me puedo sentar con vosotros.

—Claro —dijo Marcio—. Mira, te presento a Alpanseque, un antiguo compañero de otro proyecto.

—Encantada —dijo Penélope y le dio dos besos al veterano.

—¿Qué haces por aquí? Si tú nunca bajas a tomar café —se interesó nuestro héroe.

—Me ha tocado trabajar toda la noche.

—¿Un pase?

—Sí. Y nos ha ocurrido de todo. Parece que al final se ha quedado estable, pero cualquiera se fía. Estoy agotada —resopló—. Me he venido a tomar un café a ver si me despejo, porque si no, ahora con el coche, me puedo matar volviendo a casa.

Todos, menos Benito, habían vivido situaciones parecidas. Varias veces.

—Bueno, ¿y de qué hablabais? —quiso saber la mujer.

Se hizo el silencio en la mesa. La gente se concentró en su café, en volver a removerlo, en asegurarse que no quedaba nada de azúcar sin disolver. Empezaron a beber de a pocos, consultaron la hora varias veces, nadie sabía qué decir…

—No estarías hablando de mí —ironizó Penélope.

—No, claro que no —aseguró Alpanseque para desbaratar aquel silencio delator e incómodo—. Pero hablábamos de mujeres. —Los otros cuatro hombres de la mesa tragaron saliva. Acaso se había vuelto loco—. En concreto, de mujeres bonitas. De mujeres bonitas de la oficina. —Estaban perdidos, ahora serían acusados de obsesos, machistas y cualquier otra cosa negativa achacable a su género. Benito tenía toda la rojura del planeta acumulada en su rostro y orejas—. Pero yo pensaba que estos hablaban de oídas y resulta que no… Cuando has venido me he dado cuenta de que hablaban con propiedad.

Penélope sonrió al veterano en agradecimiento al piropo y en ese momento le llamaron al móvil. Lo atendió un minuto, se bebió su café de un sorbo y se fue a toda velocidad. «Se están cayendo los servidores. Otra vez», dijo antes de irse. «¡Qué asco de trabajo, no se puede estar nunca tranquila!», se lamentó mientras cruzaba a grandes zancadas la sala en dirección a la salida.

—Joder, Alpanseque, tú sí que sabes… —le felicitó Severo.

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