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Os propongo la lectura de este pequeño relato que figura como epílogo del volumen "Los viajes del cambio de siglo" y que es, sobre todo, un pequeño soplo de felicidad :-).
Macías se sentó en una terraza de una cafetería. Llevaba una semana en aquella agradable ciudad portuaria y desde el primer día localizó la mesa y silla donde estaría hoy, justo a esta hora.
—¿Qué le sirvo señor? —preguntó una joven y sonriente camarera que debía tener, al menos, cuarenta años menos que él.
—Descafeinado de máquina, hija. Con leche. Gracias.
El panorama desde allí era estupendo. La bocana del puerto se mostraba sin ningún obstáculo. Macías sonrió. En media hora, más o menos, algo enorme ocuparía aquel espacio abierto, ocultando parte del azul del cielo y del mar. Revolucionando la aparente calma de la zona. Una visión largamente anhelada desde hacía muchos años… Y ahora, por fin, a tiro de piedra. Sólo cuestión de minutos.
Cerró los ojos para percibir mejor la relajante brisa. Pensó en su vida durante los últimos ocho meses. ¡Qué felicidad! Tras llevar una existencia sujeta a las miserias de un trabajo agobiante, esclavo y mal recompensado se pudo jubilar en un estado razonablemente bueno de salud.
«Todavía no me lo puedo creer. Con la vida de mierda que he llevado. Siempre pensé que acabaría con la salud destrozada; con las secuelas de algún infarto o ataque de ansiedad, de estrés… o mal de la cabeza. Pero aquí estoy, como una rosa.»
—Su café, señor.
—Gracias guapa.
La joven respondió a la sonrisa del jubilado con otra luminosa y limpia. El hombre vio como volvía al interior del local, contagiado de su jovialidad, de su energía.
«Yo también sonreía así cuando tenía tu edad», rememoró. «Luego dejé de hacerlo durante mucho tiempo. Más del que me gusta recordar. Todo gracias a la amargura de un trabajo que no me gustaba. Un trabajo, en realidad, que no puede gustar a nadie. Por otro lado, el único trabajo que sabía hacer, para el que estudié y me formé de joven; quién podía pensar mientras me sacaba la carrera que estaba metiéndome en la boca del lobo; qué engañado estaba… Pero desde hace ocho meses no paro de ser feliz. Esa es la verdad. He rejuvenecido, por lo menos, diez años. Tengo energías y ganas para hacer cualquier cosa. Me siento capaz, eufórico; incluso valiente… Lo que creo recordar que no he sido nunca. Y es que ahora tengo todo el tiempo del mundo y, lo que es más importante, soy el único dueño de ese tiempo. De mi tiempo.»
La calma del paisaje marítimo se vio interrumpida por el paso del práctico del puerto. «¡Qué puntualidad! Me gusta», pensó Macías mientras comprobaba la hora en su viejo reloj de pulsera.
Dio un sorbo a su café. No era muy bueno. No importaba. Estaba cumpliendo un sueño y tampoco iba a ser todo perfecto. ¡Treinta años! Tanto tiempo había pasado desde que se lo había planteado, desde que se le metió en la cabeza que lo haría. Pero era un sueño caro. Muy caro. Por ese motivo ahorró mil euros —y a veces hasta dos mil— cada año de esa treintena. En realidad, eso esfuerzo no representó casi ninguna dificultad. Apenas gastaba nada. Su vida consistía en trabajar, sin horarios, sin orden; y cuando no trabajaba no le quedaban ni fuerzas ni ganas para gastar. Tal era su desánimo y cansancio. Su hastío. Lo difícil de aquel proyecto era llegar cuerdo y con buena salud a la jubilación para poder realizar ese sueño que, en cierto modo, le dio fuerzas todo ese tiempo para seguir adelante.
«No habéis podido conmigo», pensó poniendo en su cara un gesto pendenciero, bravucón, imposible en otro tiempo… Pero ahora sí. Entonces sonó una sirena que llenó de ruido toda la bahía.
«Ahí estás.»
Poco a poco, el paisaje azul dejó paso a otro blanco que lo cubrió todo. De pronto, empezó a haber bastante movimiento en el puerto. Todo el mundo miraba al mismo sitio con curiosidad. Algunos coches incluso paraban más de la cuenta en los semáforos, distraídos por el acontecimiento. El jubilado, desde su privilegiada posición, no perdía detalle de todo aquel ajetreo. En su cara había una sonrisa de oreja a oreja.
Media hora después, Macías pagó su café y le dejó una buena propina a la camarera.
—Muchas gracias señor —le agradeció la chica, regalándole una sonrisa repleta de alegría.
—Hasta mañana, hija.
—¿Mañana se pasará otra vez por aquí señor?
—Sí, pienso desayunar aquí mismo, en esta mesa… un rato antes de embarcar en ese transatlántico para pasarme ciento veinte días dando la vuelta al mundo.
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