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MIÉRCOLES 10 DE SEPTIEMBRE DEL 2003 - Pompeya.
En nuestro discurrir por la ciudad, los perros de Pompeya nos acompañaban de vez en cuando. Estos animales campan a sus anchas por las ruinas. Entran y salen en silencio. Conocen todos los rincones y se mimetizan con el entorno. Son de todo tipo: grandes y pequeños, pesados o veloces; el viajero no verá ningún excremento canino, ni tampoco ninguna correa en sus cuellos. Parece que respetaran el lugar, sabedores del cementerio que en realidad fue...
De pronto aparece uno junto a un grupo de turistas, se sienta en primera fila y escucha cortésmente las narraciones del guía. Parecen entender todos los idiomas. El viajero hará bien en observar a estos animales: si no se muestran serenos y conciliadores, entonces tal vez la explicación del guía de turno no concuerde demasiado con la que otro día comento, pongamos por caso, otro guía japonés.
Tan pronto ves a un chucho enorme, con aspecto de mastín —de gordo senador romano—, compartiendo contigo en silencio la contemplación de un fresco de una pared lateral de la casa de un patricio. Le miras y te devuelve el gesto amablemente, invitándote a que sigas con el mosaico que hay en la sala siguiente. Cuando te das por satisfecho el perro ya no está. Se esfumó, sin ruido, sin pedir una caricia por su compañía... Sales a la calle, miras en los comercios de enfrente, te metes en las termas de la calle paralela... Nada, no está.
Uno de estos simpáticos cánidos entró con nosotros a la Casa de la Caza Antigua. En el atrio se sentó al lado del guía a escuchar la explicación como uno más. Cuando el guía señalaba algo, el perro miraba también con atención hacia el lugar. «Miren el interior de este pozo», dijo el guía y todos, incluido el perro, nos inclinamos hacia el hueco oscuro. Cuando salimos de la casa, nuestro nuevo acompañante se levantó y salió con el grupo a la Vía de la Fortuna. Después desapareció. Así, como os lo cuento.
Con el tiempo he pensado que quizás estos perros no existen, tal es su silencio, sigilo, fugacidad. Tal vez sean los espíritus de los romanos de hace 2000 años que allí perecieron calcinados y que sólo se muestran a las personas que recorren las ruinas de la ciudad con el respeto y admiración que ellos mismos, en su forma humana, tenían por la gloriosa Pompeya. Ya sé que es poco probable, pero la versión de unos perros vagabundos en busca de algo de comida me parece fea y mundana. Prefiero la otra.
Acabas de leer un fragmento de “Viaje a Italia”, uno de los 5 relatos de viajes reunidos en “Los Viajes del Cambio de Siglo”.
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