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Pero en las vacaciones de Oropesa del Mar no todo era felicidad. Todos los días, tras fregar los cacharros, venía la hora fatídica de la siesta, cosa que se disfruta mucho de adulto pero que es un suplicio para un niño que no la quiere hacer. Mis padres sacaban una colchoneta inflable, ponían una toalla encima y, debajo del toldo de la tienda de campaña, me tocaba estar una hora o más “durmiendo la siesta”, sin tener ni sueño ni ganas ni costumbre ni afición… ni nada. Yo me resistía, pero en aquel tiempo los caprichos o preferencias de los niños no condicionaban las acciones de sus padres —error incomprensible que no paro de observar en la actualidad—, sino que era al revés, esto es, el niño se adaptaba a los planes que sus progenitores tuvieran y si, por ejemplo, tocaba siesta, pues no había más opciones ni posibilidad de negociación.
—¡Es que me aburro! —protestaba ceñudo.
—¡Pues ponte a leer hasta que te duermas! ¡Y tápate la tripa con una toalla!
—¡Es que me da calor! —contratacaba.
Pero era inútil. El rostro ceñudo de alguno de mis padres desbarataba todos mis justos argumentos. Así que, resignado a mi transitorio y diario confinamiento horizontal de colchoneta, donde tenía que estar callado respetando el sopor de los demás campistas, me dedicaba a empaparme de las historias de algún tebeo. Afortunadamente, desde que aprendí a leer, mi madre me aficionó a este pasatiempo valiéndose de las impagables revistas de la editorial Bruguera. Así, gracias a Mortadelo, Filemón, Súper López, Anacleto, Sir Tim O’Theo y el resto de personajes del cómic clásico español empecé a beneficiarme de todo lo que te da la lectura. Luego vinieron los cómics franco-belgas y casi cualquiera que cayera en mis manos. Y de los cómics —sin renunciar nunca a ellos—, como sabemos, se pasa sin remedio a las novelas y al resto de lecturas. Es inevitable. Pero, de momento, mi ocio infantil contaba con uno de estos poderosos —y silenciosos— aliados: los tebeos. En concreto, asocio a estos veraneos unos cuadernillos que comprábamos en algún quiosco cerca de la plaza de Oropesa pueblo. Eran de robot gigante Mazinger Z, pero no el de los dibujos animados de la televisión, si no otro que era de color rojo y no tenía nada que ver. No recuerdo que fueran muy buenos; o quizás estaban orientados a un público más juvenil o adulto y no me enteraba de nada. No lo sé. Lamentablemente, no conservo ningún ejemplar para resolver este misterio. Pero si recuerdo que, al final, las aventuras de este justiciero japonés, obraban el milagro del sueño en mí. Y cuando estaba soñando tan feliz con la inhabilitación, por la vía más violenta, de los brutos mecánicos que asolaban el país nipón, la siesta se acababa y me despertaban.
—¡Deja algo para por la noche! —me importunaban, como si yo fuera el culpable de haber llegado a aquella situación de letargo profundo. Ya se sabe: Las contradicciones de los adultos.
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