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Por las tardes, acabado el paréntesis de la siesta, había un gran surtido de actividades para ocupar el tiempo, que, año tras año, repetíamos con gusto. Por ejemplo, íbamos a pasear por el pueblo de Oropesa y, de paso, uno de esos días nos perdíamos por las callejuelas y escaleras que ascendían hasta el castillo musulmán. En aquel tiempo se encontraba medio abandonado y sólo había cuatro piedras, pero las vistas eran muy buenas. Otras veces nos daba por rodear el cabo de Oropesa hasta donde se podía, ya que no existía el paseo que se construyó años después. Yo intentaba buscar una entrada en la abandonada Torre del Rey, al lado del faro, para poder curiosear por dentro, pero entre las pitas que crecían salvajes entre sus muros nunca encontré un acceso abierto. Este bastión presidía un magnífico rompeolas en el que siempre se intentaba hacer alguna foto con una ola en pleno choque. También se observaba a los pescadores —«matando pescado», como decía mi padre— que, caña en ristre, se posicionaban en los lugares más inverosímiles. Casi sin darnos cuenta, llegábamos al faro y caminábamos hasta donde el paseo te permitía.
Otras veces, mi padre, mi hermano y mis primos se iban a pescar, cosa que a mí me aburría bastante, ya que a esos años no tenía ni la edad ni la paciencia para estos menesteres. Alguna vez quisieron aficionarme, pero fue imposible. Aquella inactividad, observando la veleta durante horas, sin otra cosa que hacer, hacía que me aburriera sobremanera y terminara por hablar o incluso cantar. «Tampoco canto tan mal», pensaba ecuánime, tras versionar alguna de las parodias de, pongamos por caso, Emilio El Moro. Pero, al parecer, el problema no era la calidad del canto ni la ingeniosidad de la letra de la canción; el problema era el ruido. Para pescar con caña hay que hacer voto de silencio, como en el más estricto de los monasterios, ya que, me hacían entender, los peces tienen el oído más fino que un gato. Resumiendo: con mis tontunas terminaba espantando la pesca. La mía y la de los demás.
Otra cosa era ir a buscar el cebo. Ya sabemos que para un niño, ir a la caza de lombrices, gusanos y otras inmundicias es una actividad repleta de alicientes. Y, además, estos nobles anélidos no se espantan por mucho que acompañemos la búsqueda con, volvamos a poner por caso, el gran éxito del grupo Desmadre 75 titulado “Saca el güisqui, cheli”. A voz en grito si hace falta.
Otro día se reservaba para ir a Benicasim y visitar la bodega de los Monjes Carmelitanos, haciendo la correspondiente degustación de sus licores —yo no, claro, aunque estoy seguro de que en más de una ocasión pude mojarme los labios con alguna de las bebidas más dulces—. También nos acercábamos a Peñíscola y visitábamos el castillo del Papa Luna. Así que las tardes se rellenaban con mil cosas sencillas pero agradables, tranquilas, lejos del estrés de la vida cotidiana y sus miserias; de esa vida diaria que nos esperaba acechante en Madrid y para la que el tiempo, según pasaban los días de agosto, tristemente, siempre jugaba a su favor.
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