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Pero no siempre todo fue ideal en las vacaciones de Oropesa del Mar. Las tormentas de verano eran míticas en aquella zona situada entre el mar Mediterráneo y la sierra con el mismo nombre del pueblo. Vivimos, al menos, dos temporales gordos en dos veranos distintos. El primero fue de lluvia y comenzó a la una de la noche. El agua empezó a correr como un río por el camping y hubo que levantar las faldas de la tienda para que el torrente siguiera su curso. En la playa se abrió una zanja por la que el agua arrastró todo lo que pudo hacia el mar. La nochecita fue recordada durante años.
Pero el segundo temporal fue aún peor, ya que fue de viento. El vendaval que asoló la zona hacía volar los cubos de la basura y casi cualquier cosa que no estuviera bien atada. Así, con cuerdas, vientos y cables se amarraron a los árboles las tiendas de campaña e incluso el coche, ya que llegaban noticias de que algunas caravanas, cuando intentaron escapar, acabaron volcadas en la autopista dirección Castellón. El propietario del camping rogaba a todo aquel que se quisiera marchar que se quedara, pues no era seguro ponerse en carretera.
—Si no nos cae un buen tormentón en Oropesa, entonces es que es un verano raro —solía decirse, esperanzados de que aquel año no ocurriera; o resignados a lo inevitable.
—Es parte de la excursión —decía mi padre flexible; o aventurero.
Así que cuando se encapotaba el cielo y las nubes se quedaban encajonadas entre las montañas y el mar, barruntando lo inevitable, mi familia se ponía manos a la obra tensando los vientos, añadiendo piquetas a los anclajes de las tiendas y poniendo todo en alto o dentro de los maleteros del coche. También, con la piqueta que llevaba mi padre en el Seat 127, se hacía un foso alrededor de las tiendas de campaña para que el agua corriera por ahí y terminara en una alcantarilla. Igual que las estudiadas cavidades que bordeaban las murallas de los castillos de arena que construía en la playa. Pero, en este caso, a tamaño real.
Recuerdo asistir incrédulo a toda aquella actividad, imaginando que aquello fueran los preparativos antes de un desastre natural inevitable como los que salían en los telediarios de la televisión, localizados, en general, en lugares remotos que yo aún no sabía ubicar en un mapa. También sentía algo de miedo. O mucho. Y este temor se acrecentaba por algunos cañonazos fantasmales que, en ocasiones, antes de la tempestad, se podían escuchar en la lejanía.
—¡Están disparando desde el pueblo! —decía algún adulto, incrementando la atmosfera inquietante, mientras mirábamos en dirección al ruido sin atisbar nada.
—Están pegando zambombazos para disolver las nubes —aclaraba otro, viendo por fin un fogonazo fugaz entre los nubarrones negros en movimiento.
Dada la afición a las mascletás de la zona en la que estábamos, podía ser hasta cierto. El caso es que a veces, esas nubes que nos amenazaban se iban con viento fresco —nunca mejor dicho—, volvía a salir el sol y las playas se llenaban otra vez de los alegres bañistas que habían permanecido en sus huras, temerosos, esperando el desastre.
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