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Mario Garrido Espinosa.

LAS VACACIONES DE ANTAÑO (y 16)

Actualizado: 17 dic 2019


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Pero estos temporales eran más bien raros, aunque las leyendas familiares los magnificaran. En general el tiempo era siempre apacible y templado. Y aprovechando este micro clima, por las noches, antes de ir a dormir, se ocupaban las horas de diversas maneras: se jugaba a las cartas, o se iba a una bolera cercana, o se tomaba un helado o una horchata paseando por el paseo de la playa de la Concha, escuchando el sonido relajante de las olas, mientras observábamos hipnotizados el titilar de las luces de los hoteles y apartamentos reflejadas en el mar en calma. Además, si te fijabas bien, casi siempre se podía distinguir a lo lejos algún destello de un barco en mitad de la negrura del mar y el cielo estrellado. La luz del faro recorría diligentemente el horizonte marítimo sin conseguir distinguir el verdadero motivo de esas luces. Una visión que a los ojos e imaginación de un niño resultaba misteriosa y atractiva, ya que no tenían por qué ser emitidas por un barco al uso, ¿verdad? Era más atractivo imaginar que se trataba de un monstruo marino con muchos tentáculos, o un submarino enemigo, o un OVNI repleto de marcianos que se había caído al agua, o un barco pirata, o, ya puestos, la base submarina ultra secreta del Doctor Infierno, en plena fabricación de uno de sus brutos mecánicos. Al fin y al cabo, aunque fuera el malo —e incompetente— de los tebeos de Mazinger Z que leía durante mis veraniegas siestas obligatorias, también tenía el hombre derecho a disfrutar en agosto de un rato en la playa, ¿no?

Alguna vez íbamos al cine de verano que había junto a la vía del tren que separaba Oropesa pueblo de Oropesa Grao. Con el cielo por techo y sentados en unas sillas de metal bastante incómodas, comiendo palomitas como si no hubiera un mañana, cargados con una rebeca porque según decían nuestras madres «luego refresca», mis primos, mi hermano y yo veíamos alguna película estrenada seis meses antes o más, sabedores de que cada cierta cantidad de tiempo pasaría el tren y con el ruido te tendrías que imaginar lo que decían los actores.

Había un hotel de muchos pisos que se veía desde el patio de butacas. Cada habitación tenía su terraza con una luz en un lateral. Yo siempre lo observaba, intrigado por la “enorme cantidad” de personas que cabrían dentro de aquel monstruo de cemento. Intentando calcularlo sabiendo, de momento, muy poco de matemáticas; o nada. Entonces volvía a pasar el tren y mi atención regresaba a la pantalla y a los tortazos que tan sabiamente repartía el siempre justo Bud Spencer en el salvaje Oeste del desierto de Almería.

Y así, poco más o menos, transcurrieron aquellos felices días de los primeros agostos que recuerdo. Luego vinieron otros viajes y otras costumbres veraniegas, pero aquellos recuerdos se quedaron para siempre en mi memoria. Magnificados e inalterables. Como debe ser.

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