El vino para el mejor paladar
- Mario Garrido Espinosa
- 10 oct 2021
- 4 Min. de lectura
Actualizado: hace 6 días

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El diseño de la fachada de aquella vinoteca era un imán para Arcadio. Todo le hacía querer entrar y probar alguno de sus caldos. Se las daba de entendido en la materia y siempre que podía presumía de tener fino paladar y el conocimiento suficiente para detectar la esencia y las virtudes de un buen vino. Así que entró a disfrutar de una deliciosa cata; o, más bien, a dejarse ver y, con la teatralidad acostumbrada, sembrar en quién quisiera mirar el recuerdo de su esnobismo.
—Buenas tardes señor, ¿qué le apetece tomar? —preguntó el dueño del establecimiento.
—Pues… estoy de paso por aquí y no conozco el lugar —contestó Arcadio, mirando con estudiada parsimonia la decoración del local—. Dígame, a parte de los consabidos Riojas, Riberas del Duero, Vega Sicilias y demás… ¿Me puede ofrecer algún vino que merezca la pena?
—Por supuesto, señor. Permítame recomendarle este gran reserva. “Pago de Cabaña Alta Vieja”. Del 2019. Excelente.
Arcadio observó la botella con desprecio simulado, tal y como siempre hacía ante cualquier propuesta que no conociera. La etiqueta era bonita, con estilo. Por lo demás, dentro podía haber cualquier cosa.
—¿Seguro que es bueno?
—De lo mejor que encontrará por estas tierras.
—Está bien —concedió; casi perdonó—. Sirva una copa entonces.
—No se va a arrepentir, ya verá. Es una edición numerada de 100 botellas nada más. Mire. —El camarero enseñó a Arcadio la etiqueta de la parte de atrás de la botella. Se podía leer “botella nº 83”—. Se realiza con uva garnacha y syrah de primera recogida, seleccionadas entre las mejores cepas de la parte más alta de la comarca. A más de 650 metros. Suelo de aluvión. El mejor de la zona. —Con algo de dificultad, descorchó la botella y acercó el tapón ennegrecido por uno de sus lados a Arcadio—. Huela. Maravilloso, ¿verdad?
—Eh… Sí.
—Solo el clima de aquí, mediterráneo pero suave, aunque de noches heladoras, puede dar la fuerza suficiente a la uva. —Sirvió una buena cantidad de vino en una copa de bello formato y fino cristal—. Vea el color: rojo cereza con tonalidades ocres.
—Sí, dominan los rojos.
—Claro. El rojo es la característica más palpable de este vino. Huela.
Arcadio obedeció metiendo la nariz en la copa.
—Frutos rojos —dijo convencido.
—Ya veo que usted es un entendido. Efectivamente, frutos rojos y amapolas. Amapolas rojas, por supuesto.
Arcadio dio el primer sorbo.
—Ciertamente es un vino elegante, con cuerpo pero ligero a su vez —concedió Arcadio tras tomarse unos segundos para ejecutar la estudiada liturgia de movimientos de copa, olisqueos y meneos del líquido de un carrillo al otro. Daba el pego al hacerlo, aunque lo había aprendido en un tutorial no muy bueno de internet—. Y en boca es redondo.
—Muy redondo. Ya se lo dije yo… Y, ¿percibe el postgusto largo y afrutado?
—Sí. Aunque también lo noto un tanto áspero en los finales, por poner algún “pero” —objetó y carraspeó como si un pegote de algo se le hubiera quedado adherido al comienzo de la garganta.
—Muy pocos paladares aprecian esa “aspereza”, esa fuerza final, esa exclusividad. Esa potencia solo la verá en los vinos más selectos… Y usted, que entiende de esto, lo sabe.
—Eh… Sí… Así es.
—Bueno, caballero, le dejo tranquilo para que disfrute de su vino. Cualquier cosa, avíseme.
Y Arcadio se tomó su tiempo para beberse aquella copa de delicioso néctar. Y, tras carraspear tres veces, pagó con gusto los doce euros que le pidió el camarero. Y se fue tan feliz con el “postgusto” todavía rondándole el paladar. Y volvió a recordar el placer que le proporcionó aquel vino en el viaje en tren que por la noche le devolvió a su ciudad de residencia.
«Qué poco cuesta dar satisfacción a estos tipos modernos de hoy en día —pensó el camarero cuando Arcadio salió por la puerta—. Un local llamativo con la luz adecuada, una botella resultona, buenas palabras, darles la razón en todo lo que dicen y entran al trapo como Miuras. —Cogió la botella de “Pago de Cabaña Alta Vieja” y se metió en una estancia contigua a la barra. Allí la rellenó con vino de un tetrabrik marca “Castillo Solano” de sesenta céntimos. El tetrabrik llevaba abierto quince días y su fecha de caducidad era anterior al día en que se desprecintó—. Hasta el peor vinagre les sabe a gloria bendita. Animalitos. —Por último, usando una máquina para poner corchos, devolvió el tapón tintado de vino por uno de sus bordes a su posición original—. Hala, ya estás preparada otra vez para volver a hacer tu magia.»
El dueño de la vinoteca depositó la botella en el mismo lugar donde la dejaba siempre. En una zona vistosa detrás de la barra, a la altura de los ojos de los clientes. Y esperó al siguiente esnob, con ínfulas de entendido, para hacerle feliz y, de paso, sacarle doce euros.
«Acaso es un alto precio por un rato tan intenso de dicha. Claro que no. —Se permitió una leve carcajada al recordar algo—: “Lo noto un tanto áspero”, me dice el tío. Si es que al final, los tienes que querer…»
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