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Hojeando este cómic he recordado la novela de Arturo Pérez-Reverte “La carta esférica”. Cuando en sus páginas me he encontrado con unas cuantas viñetas ubicadas en el Museo Naval de Madrid, la referencia era ya inevitable. Y es que una vez leída la citada novela, supongo que en el 2001 o 2002, lo siguiente que hice fue ir a visitar el impresionante Museo situado en pleno Paseo del Prado. Me encantó, por supuesto. Con los años he vuelto a recorrer sus estancias una o dos veces más... Y como me pasa con el Museo del Prado (del que también llevo unas cuantas visitas), no serán las últimas.
Me temo que el “El tesoro del cisne negro” puede causar una influencia parecida en los lectores que se sumerjan en sus páginas. Me refiero a la curiosidad por conocer nuestro pasado naval, inmortalizado en impresionantes maquetas de cañoneros y carabelas, en antiguos mapas y artilugios de navegación, en los restos de los barcos que batallaron bajo nuestra bandera, en las armas utilizadas por nuestros antepasados o las arrebatadas al enemigo (a veces exóticas, cuando nuestros antiguos marinos se adentraban, por ejemplo, en la Polinesia o en el Mar del Japón)… y, por supuesto, no nos olvidemos de las muestras de los legendarios tesoros hundidos que han sido rescatados de las aguas, como el caso que nos ocupa.
Los autores del cómic, Guillermo Corral van Damme y el polifacético Paco Roca, nos proponen una aventura moderna, pero con una clara influencia clásica —búsqueda de tesoros, amoríos entre los protagonistas, buenos (los funcionarios del Ministerio de Cultura, entre otros) y malos (los componentes de la empresa cazatesoros “Ithaca”), algo de suspense, intrigas, espionaje, valor ante las presiones y amenazas… y todo adobado con referencias nada disimuladas a las aventuras de Tintín (sobre todo al “El secreto de Rackham el Rojo”) y a los documentales de Jacques Cousteau. Pero aunque el planteamiento pueda parecer clásico, nuestra historia no es lejana en el tiempo. Está circunscrita dentro de la actualidad y no es ajena a pequeños detalles que nos son muy familiares: trepas que se apuntan las medallas de otros, empleados que ponen toda su implicación pero no son valorados (incluso ignorados por la desidia de sus superiores), otros que han estudiado con el sueño de viajar a países exóticos y terminan entre las cuatro paredes de un despacho lleno de estanterías con archivadores, la incompetencia de las instituciones oficiales, acrecentada cuando han de unir fuerzas y cada una pertenece a un partido de distinto signo... En definitiva, aventuras, pero muy verosímiles, sin fantasías. De hecho, el libro está basado en hechos reales. Se nota que Guillermo del Corral (diplomático en su día) sabe de lo que nos habla, ya que trabajó en el Ministerio de Cultura y la Embajada de España en Washington, organismos donde se desarrolla gran parte de la acción de este cómic.
La historia real en la que se basa “El tesoro del cisne negro” es la siguiente: La empresa cazatesoros Odyssey Marine Exploration (Ithaca en el cómic) descubrió en 2007, cerca de Gibraltar, un tesoro formado por seiscientas mil monedas de finales del siglo XVIII, valorado en casi 400 millones de euros. Fue considerado el mayor tesoro submarino que jamás se había encontrado. Lo llamaron “Cisne Negro” pues ésta es la acepción que se les da a los tesoros encontrados en el mar y que se encuentran íntegros, esto es, no diseminados por el lecho marino. Desde el Ministerio de Cultura se descubre que el tesoro pertenece al navío español Nuestra Señora de las Mercedes, hundido por el “perro inglés” (en este caso, créanme, la ofensa no es gratuita). Entonces se inicia un litigio en el tribunal federal de Tampa contra la empresa Odyssey Marine Exploration en la que el “Reino de España” reclama la propiedad del barco y, por supuesto, su contenido. El final es conocido si se busca en la prensa, pero dejemos la intriga por si algún lector no lo conoce. De cualquier modo, aun sabiendo el final, este libro tiene la virtud de mantenerte enganchado hasta su última página.
Confieso que según iba avanzando en la lectura de este estupendo cómic empecé a sentir una especie de orgullo. No sé si es políticamente correcto reconocerlo, pero es así. Veamos por qué: La historia que cuenta, aunque sea basada en hechos reales, está novelada para la ocasión. Y esto es por la misma razón que se hace con cualquier otra historia real: si la contáramos de manera literal y realista cien por cien, sería un tostón. Por eso hay que edulcorar según qué cosas, potenciar según qué otras y poner a los protagonistas atractivos, por muy horribles (de feos, me refiero) que fueran los reales. Recuérdese la mítica serie “Isabel”, donde los Reyes Católicos protagonistas mostraban un aspecto, no ya diferente a los auténticos, sino más bien contrario, antónimo, del todo falso; pero ese es el camino, entre otros, para que guste una narración basada en hechos reales. Por tanto, en esencia, lo importante es que el receptor quede enganchado y sepa que la historia, con licencias, ocurrió más o menos así. Y en nuestro caso lo que ocurrió, “más o menos así”, es que David venció a Goliat, que el sheriff solitario mandó a la horca a una banda entera de cuatreros, que un grupo de gladiadores sublevados vencieron a una legión romana… Dicho sin tantas metáforas, que la débil España humilló a la todopoderosa Estados Unidos. Que esta vez no agachamos la cabeza, que les plantamos cara y les ganamos, no por la fuerza (como quizás habrían hecho ellos), sino porque llevábamos razón. Y esto se ve muy claro con uno de los comentarios que esgrime en el juicio el abogado que representa a España: «El yacimiento de la Merced es un cementerio marino donde descansan los restos de cientos de personas, y que Ithaca se ha atrevido a profanar impulsada por la codicia más miserable y sin respeto por la ley y la moral. ¿Qué pensarán cuando Ithaca decida perturbar los restos de nuestros antepasados en Pearl Harbor?»
Y es que habitualmente en las narraciones de piratas (sobre todo sin son del Caribe), éstos suelen ser los buenos, cuando se sabe que eran los peores delincuentes y asesinos de su época. Algo así como los terroristas en nuestros tiempos. ¿Se imaginan que dentro de 300 años se consuman cómics, novelas, películas, series o lo que sea que se haga entonces, donde los terroristas sean personajes legendarios, simpáticos y míticos y la policía sean los malos? Y hablando de malos, en las citadas narraciones de piratas, “los malos” (o los tontos) solemos ser, precisamente, los españoles. La Casa de Contratación de Sevilla y la Armada, en concreto, ya que “malévolamente” se dedican a defender los caudales y productos propiedad de la Corona de España de los piratas en general y los corsarios de la Pérfida Albión en particular. Pues bien, en nuestro cómic, trescientos años después, la cosa es al revés: los piratas (las empresas cazatesoros que expolian el patrimonio de las naciones) son los malos; y el Ministerio de Cultura español, la Armada (impresionante la intervención de la fragata Blas de Lezo) y la Guardia Civil son los buenos. También el embajador español en Estados Unidos y el abogado que nos representa… Y al frente de todos ellos, los funcionarios protagonistas y el ministro de cultura, un gallego, si me permiten la acepción vulgar, “con un par de huevos”.
Supongo que ya se entiende mejor la emoción y el orgullo que cualquier español de bien experimenta (acompañado de la correspondiente sonrisa pendenciera) en su alma cuando termina este libro o lo rememora. Lo mismo que cuando un paisano nuestro se lleva un Óscar o ganamos jugando al baloncesto a la intocable (casi siempre) selección estadounidense. Y, ojo, no es que sienta ese odio descerebrado y falto de contenido que algunas personas profesan por Norteamérica. Al contrario, los estadounidenses me caen muy bien, con sus defectos y sus aciertos, con su gente buena y su gente mala; como cualquier nación, como cualquier cultura, como cualquier sociedad. Sólo es un pequeño sentimiento de orgullo por leer la proeza de conseguir lo impensable, de pisotear al delincuente que siempre se sale con la suya porque es más poderoso que tú, de que la justicia sirva para algo haciendo prevalecer el respeto de los vestigios de nuestro pasado (y nuestros muertos, de paso) frente a la rapiña de las empresas cazatesoros, de que gente sencilla (funcionarios de poco más o menos de un ministerio de los de bajo rango; dicho sin acritud) se enfrenten valientemente a un villano que les supera mil veces y, además, lo ganen; en definitiva, de todo eso que, lamentablemente, en la vida real casi nunca ocurre. Pues de estas cuestiones —de conseguir lo imposible— es de lo que trata este maravilloso cómic.
Otro de los aciertos del libro es la utilización de distintos tipos de narración para cada parte de la historia. Así, se pueden diferenciar al menos dos: la primera es el cómic clásico, con sus planchas llenas de viñetas, donde no hay problema en representar mapas, esquemas, planos o cartas náuticas, como si fuera una especie de Atlas poco detallado; y la segunda es la que nos cuenta la historia del hundimiento de la fragata española Nuestra Señora de las Mercedes durante la Batalla del Cabo de Santa María el 5 de octubre de 1804. En este caso se recrea el formato de los libros de aventuras clásicos, de los cuentos ilustrados, con dibujos muy detallados a toda página, similares a grabados, con el color añejo que corresponde. Por tanto, el libro no sólo es interesante y emocionante en cuanto a su lectura… además es un objeto bonito, que da gusto hojear.
Para terminar, podemos recordar lo que dice uno de los funcionarios más estereotipados que se muestran en la obra: «Vamos a montar una comisión de investigación. Eso siempre queda bien en los medios y así ganamos tiempo para decidir qué hacemos.»
Eso les suena también, ¿verdad?
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