Madrileño viejo
- Mario Garrido Espinosa
- 13 jul 2021
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 24 may

Isidro era un señor ya muy mayor, pero todavía se mantenía en razonable buena forma. Así, cada mañana, a las ocho en punto cogía su bastón y su gorra de cuadros y salía de su casa al final del madrileño Paseo de Extremadura. Al ritmo que le permitía su cuerpo cada día, variable según los dolores y achaques de turno, Isidro encaraba el acostumbrado paseo con gallardía, cruzando primero el Puente de Segovia, saludando después al río Manzanares y, por último, encarando desafiante la empinada Calle de Segovia.
«Ya me gustaría a mí ver a los ciclista del Tour subir por aquí —mascullaba pendenciero—. Esto sí que es un puerto de primera categoría. Especial, como dicen ellos. Falsos llanos son aquellos. Esto sí que es duro. Y yo, cuando digo las cosas, es por algo.»
En mitad de la ascensión, ya casi en Puerta Cerrada, se permitía un descanso al pie de una escalinata antes de hacerla frente.
«Venga, Isidro, el último empujón», se auto animaba siempre antes de subir todos los escalones, para, como meta final de su caminata, meterse en la iglesia que allí se ubica. Sentado en su interior, con alivio a veces mal disimulado, se pasaba una hora o dos en la penumbra. Al fresco. Pensando en sus cosas. Por lo general, contándoselas a la imagen del santo que cada día estuviera más cerca.
«Que no hay madrileños de pura cepa, dicen. ¿Y qué pasa conmigo? Yo soy gato, gato… padres, abuelos, bisabuelos… Todos madrileños. O casi. Al parecer uno de mis tatarabuelos era de Linares; a ti no te puedo mentir. —Miró de reojo a la figura de San Gabriel que tenía a su lado, sin reconocer al arcángel, pero fijándose, sobre todo, en la espada que blandía—. Pero vete a saber; igual vivió allí pero nació junto a la estatua de Cascorro. O fue su compañero en la Guerra de Marruecos. No me extrañaría. —Se encogió de hombros y chasqueó la lengua—. ¡Que no hay madrileños de generaciones! Y, ¿qué pasa? Es que en Toledo… ¿Todos son de Toledo hasta el último de sus descendientes? Desde el primer toledano que existió en tiempos prehistóricos. ¡Venga ya! Siempre con lo mismo… Lo llevo escuchando desde que era pequeño. ¡Mentira! Esto no se lo cree nadie ni harto a Valdepeñas. Que sí. Hazme caso. —Volvió a mirar a la imagen del arcángel, como si quisiera comprobar que estaba atento a su disertación. La estatua, muy seria, en cierto modo parecía concentrada en el asunto—. Aquí hay montones de madrileños que lo son más que el Viaducto que paso por debajo todos los días, fíjate lo que te digo; y con un linaje más viejo que la Cuesta la Vega. Abrase visto semejante tontería. No te digo…»
Tras el sermón del día y media hora larga de reparadora duermevela, Isidro salió de la iglesia y se volvió por donde había venido. En su camino, antes de dejar atrás el final de la Escalera de los Ciegos, se cruzó con dos dominicanas, un iraní, tres cubanas muy sonrientes, un holandés de gafas redondas, un valenciano, una familia gallega, tres marroquís, un chino y un señor de Murcia. También con una mujer, tatuada hasta el cuello, de enigmático rostro andrógeno, que en verdad no había forma de saber si era mujer o hombre y que, en realidad, parecía más una especie de felino africano que una persona.
A eso de las doce de la mañana, más o menos, esperando en el paso de cebra que desemboca en el portal de su casa, Isidro, el madrileño viejo, escuchó la conversación de un par de jóvenes, hombre y mujer, que paseaban muy sonrientes tras conocerse hacía unos minutos gracias a las bondades de una famosa aplicación de citas.
—Yo soy de Aluche.
—Anda, pues yo de Cuatro Vientos. Casi al lado.
«Ves, lo que yo decía. Otros dos madrileños —farfulló Isidro con media sonrisa—. Si cuando yo digo las cosas es por algo.»
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