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  • Foto del escritorMario Garrido Espinosa

Notas de Campo. La fábula del pescador.


Poco se usan los ríos para crear leyendas y eso que los pescadores que los pueblan son gente de gran inventiva e imaginación, sobre todo cuando hablan de sus hazañas deportivas. Para intentar llenar este hueco, narraremos la historia de Simón Pedro, que salió con su jeep de Castilblanco, provincia de Badajoz, con intención de pasar la tarde pescando a orillas del Guadiana, como tantas otras veces en su vida. A la altura del puente de Herrera del Duque se desvió por la abandonada carretera que iba a la antigua Central Nuclear, también ahora desamparada. Blas, su fiel perro salchicha, empezó a ladrar en los primeros tramos que serpenteaban paralelos a los meandros del río.

—Ya has olido algún ciervo por ahí, ¿eh? —le dijo a su perro e intentó avistar la pieza sin éxito.

Diez minutos después de ladridos, curvas, cervatillos huidizos y desniveles que sólo un 4x4 podría cubrir, llegaron a la parte del Guadiana donde a Simón Pedro le gustaba pescar. Aquella que cebaba cada vez que podía y que hoy, por suerte, no estaba invadida de esos pescadores rumanos que tan aficionados son a asolar la zona durante los fines de semana, día y noche.

Mientras Blas olisqueaba la zona y bañaba sus patitas en la orilla lodosa, el pescador montó pacientemente el puesto de pesca: tres cañas ancladas al suelo, cebo, retel, aparejos y su barco en miniatura teledirigido para llevar cebo y sedal a una distancia imposible de alcanzar a la vieja usanza, esto es, lanzándolo con un golpe seco de la caña. A esa altura, el Guadiana se muestra tan ancho como para que el barquito tardara un minuto o dos en llegar a la zona donde nuestro pescador sabía que podía haber buenas piezas.

Y, ya con todo montado, se sentó a esperar a la sombra del jeep. Primero acarició a Blas, que agradeció el gesto lamiendo la mano de su amo; luego peló un melocotón de esos tan prietos y dulces que los secanos cercanos suelen criar. Se lo comió tranquilamente. Después tiró el hueso al río. Blas salió corriendo tras de él y frenó en seco al llegar al agua.

«Otra vez me he dejado engañar. Parezco tonto, con los años que tengo…», pensó el perro un poco contrariado, pero enseguida olvidó el asunto ya que el aviso sonoro de una de las cañas de pescar anunció que algo había picado.

Los dos, amo y mascota, corrieron al puesto de pesca. El hombre, con paciencia infinita, fue recogiendo el sedal muy despacio, dejando que su presa se confiara.

—Ha picado algo muy gordo —le dijo a su perro y este, como si le entendiera, miró al río en busca de “eso tan gordo”.

Poco a poco, intentando que el animal sacara el mayor tiempo posible la cabeza del agua, el pescador logró que se fuera debilitando, hasta que, pasados diez minutos de lucha y engaños, lo tuvo muy cerca.

—¡Mira Blas! ¡Es enorme!

El pescador se metió en el agua hasta las rodillas y con la caña en una mano, el retel en la otra y sacando fuerzas de donde no tenía, sacó el pez a dos metros de la orilla. Era una carpa de seis kilos.

Blas, como siempre en estos casos, se puso a lamer al pez. Le encantaba. Pero, de pronto, dejó de hacerlo porque la carpa se puso a hablar.

—Soy el Espíritu del Guadiana. Simón Pedro, eres un buen pescador. Siempre devuelves al río tus presas. Nunca mataste un pez. Por eso, a partir de ahora, tendrás fortuna y suerte en lo que te resta de vida. He hablado.

Y la carpa rodó sobre si misma hasta el agua y, como si no hubiera existido, desapareció entre las algas y turbiedades del río.

—Y ese el motivo de mi riqueza y mi legendaria buena suerte —explicaba el pescador cuando era interrogado en el Club de Pesca sobre este particular. Algunos parroquianos, aficionados a la mitología que acompaña a esta actividad, se lo creían a medias. Otros ni una palabra. Pero daba igual. Simón Pedro no cambiaba nunca de argumento.

Por supuesto, no era verdad. La riqueza le venía de una herencia de un tío de América, un indiano de tantos. En cuanto a la suerte era cosa de la casualidad. Y la carpa, que nunca dijo nada, fue limpiada, troceada y adobada por la esposa de Simón Pedro. Los que la probaron dijeron que estaba muy rica. Que en vez de carpa parecía bienmesabe de cazón.

Pero no se pongan tristes. Elijan el otro final si les gusta más. Total, como cualquier historia de pescadores, siempre se tiende a exagerar… o a crear un mito directamente.



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