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Foto del escritorMario Garrido Espinosa

La insolencia y el conductor de autobús

Actualizado: 13 nov

El autobús 39 comienza su recorrido en el barrio de San Ignacio y termina en la Plaza de España de Madrid. Su primera parada linda con un colegio muy reputado que lleva por nombre “La Salle”, por lo que suele ser una temeridad coger este medio de transporte a partir de las cinco de la tarde, cuando abre sus puertas y vomita los cientos de uniformados estudiantes (muchos de ellos de condición, pues de acción me temo que la acepción no les corresponde) que alberga en sus entrañas durante horas y que ahora, desatados, se derraman por la calle de Blas Cabrera. Muchos de estos infantes cogen el 39 para regresar a sus casas, lo que convierte al autobús, dada la fina y cuidada educación de los niños actuales, en una especie de manicomio compuesto de risotadas desmedidas, conversaciones a un volumen excesivo, vocabulario lleno de palabras malsonantes y de coletillas absurdas (la de finalizar las frases con un “bro” está ahora muy de moda, por ejemplo) y, por no extenderme más, faltas inaceptables de gramática elemental, lógica, educación y decencia.

  Pues bien, audaces y despreocupados, desafiantes y sin ningún temor, mi contraria y yo, montamos en la tercera parada del 39 a eso de las cinco y veinte de la tarde. «Con dos cojones», que diría el poeta. Y nos encontramos lo que cabría esperar: La parte de atrás del vehículo estaba inundada por estos adolescentes que, casi igual que en el interior de un avispero, parecían ocupar toda la superficie en una especie de orgía de movimientos incontrolados, sonidos primarios y acciones dirigidas a molestar al prójimo.

Nos sentamos a aguantar el chaparrón de chillidos, carcajadas y jolgorios, rezando para que ese bloque compacto de chavales uniformados fuera desarticulándose con el devenir de las paradas que a cada cual le correspondiera.

—Hoy vamos a tardar un montón en llegar —barruntó mi compañera.

—Pues eso parece, sí —corroboré resignado. Y es que el autobús se detenía en todas las paradas y esto es algo bastante raro en el comienzo de su recorrido, ya que en sus siete u ocho paradas iniciales hay un par de ellas o tres donde es raro que alguien suba o baje.

Dos paradas antes a la correspondiente a la estación de metro de “Aviación española” el autobús volvió a parar. Me fijé esta vez en que nadie subió o bajó. Entonces, abriéndose paso entre la gente, apareció el conductor del autobús y se paró en la zona central junto a la salida.

—¡Eh, tú, colega! ¡Te vas a estar ya quieto de una puta vez! —aulló, dirigiéndose a uno de los infantes que poblaba el avispero del fondo.

—¿Es a mí? —respondió insolente el aludido, que era alto, delgado, rubio y con cara de tonto. Le llamaremos, ya que desconocemos su nombre, “Bartolo”, que, como sabemos, además de un nombre de pila también se puede utilizar como adjetivo; adjetivo que le aplica al susodicho como anillo al dedo.

—¡Sí a ti! ¡Que estás dando al botón de la parada todo el rato!

—Gilipollas, que te han pillaó… —dijo entre risas la “avispa” de al lado.

—Yo no he hecho nada… —negó Bartolo, acentuando más si cabe la simpleza de su rostro.

—¡Como que no! —bramó el conductor—. Te vengo observando desde hace cuatro paradas.  ¡Pero si tienes la mano en el botón!

—¡Qué gilipollas…! —susurró, con una amplia sonrisa y negando con la cabeza, otra “avispa” que lucía falda en vez de pantalón en su uniforme reglamentario.

Bartolo movió la cabeza para ver su mano y así cerciorarse de que el conductor decía la verdad. Y resultó que era verdad: Ahí estaba su mano cogida al botón de parada de una de las barras verticales del vehículo. Casi puso cara de sorpresa al verla allí. Como si aquello fuera la prueba definitiva de todos sus delitos. En cualquier caso, dejo la mano donde estaba.

—Es que me bajo en la siguiente parada —argumentó Bartolo, lo cual era verdad; seguramente la única verdad que decía en los últimos cinco minutos.

Esta información pareció apaciguar al conductor, que tras echar una mirada matadora al chaval, dio media vuelta y se fue a su puesto. El autobús arrancó y Bartolo, tras mascullar algún insulto y hacer una peineta con la mano libre, dio al botón de parada. El vehículo se acercaba a buen ritmo a su siguiente escala: una inhóspita parada, en mitad de una incorporación a la autovía A-5, en la que rara vez se detiene el 39. Y, entonces, el autobús aceleró y siguió su camino.

—¡Que no me ha parado…! —evidenció Bartolo, secundado por un coro de risas inhumanas, de pitorreo absoluto, de sus compañeros de clase. Los viajeros adultos sonreímos satisfechos y, en nuestro interior, aplaudimos la justa iniciativa del conductor.

El chaval, con movimientos simiescos, fue raudo hasta la puerta de salida. La siguiente parada era la de la estación de metro de “Aviación española”. Una parada donde se baja y sube mucha gente. Ahí el conductor tuvo que detenerse, pero la lección estaba dada. Bartolo se bajó tras las diez personas que allí se apearon. Sus compañeros le miraron por la ventana entre risas y glosas sobre el suceso; el cual, supongo, sería ampliamente comentado al día siguiente en las procelosas aulas del colegio La Salle.

—Qué lástima que la siguiente parada fuera la del metro —comenté a mi pareja—. Si esto hubiera pasado en el recorrido de la carretera de Extremadura de los cuarteles abandonados, quizás el conductor hubiera podido juntar tres o cuatro paradas sin que se bajara o subiera nadie.

Mi consorte se encogió de hombros.

—Da igual; mírale —dijo mientras le dedicaba una peineta a Bartolo, el cual, llevaba ya hechas unas dos o tres de estas gentilezas, completadas con todo tipo de juramentos e insultos, como si la camioneta fuera un ser vivo y fuera capaz de verlo, oírlo y ofenderse.

—Pues quizás tengas razón.

—Con los niñatos de ahora nada sirve. Mañana seguirá haciendo lo mismo o alguna otra cosa que se le ocurra.

El vehículo arrancó y ahora, sin las tontunas de Bartolo, parecía volar dejando atrás aquellas paradas donde no era necesario detenerse. Y la vida siguió su natural curso en espera de un nuevo día lectivo con sus simpáticas anécdotas de nuestros actuales niños, todos ellos uniformados, estudiosos y educados.


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