Urbano era bisabuelo de dos bisnietos gemelos, Raúl y Diego. En la actualidad tenían ya doce años. De tarde en tarde su nieta se los traía para que le hicieran compañía y el anciano se ponía muy contento. A veces se pasaba la jornada mirándolos y otras, como si se viera reflejado en ellos, le venían recuerdos lejanos de su infancia que empezaba a narrar de manera natural.
—Vosotros tenéis mucha suerte, ¿sabéis? Yo con sólo cuatro años, en el pueblo, padre me puso a cuidar cerdos. Y con siete u ocho a pastorear.
—Uff —protestó Raúl—. Ya está el abuelo con sus batallitas.
—¡Calla! —ordenó Diego, que siempre le gustaba escuchar los recuerdos del bisabuelo.
Raúl encendió su móvil y se puso a jugar al último juego al que estaba enganchado.
—Con ocho debió de ser —preciso Urbano—, porque yo nací en el treinta y uno, el doce de diciembre, y eso fue después de la guerra. En el treinta y seis, al poco de estallar, nos quitaron los animales a todos los del pueblo, pero cuando acabó, las bestias que aún vivían las fueron repartiendo entre los que quedaron. Pero había diez ovejas que estaban ya muy viejas y nadie las quería, así que padre las compró por cuatro perras… Y como yo era el mayor me tuve que encargar de sacarlas a campear todas las mañanas. Así que sí, tendría ocho años.
—Mamá, ¿cuándo nos vamos? —preguntó Raúl con impaciencia.
—¡Cuando yo lo diga!
Raúl resopló e inició otra partida en su móvil.
—Pero abuelo —dijo Diego—, entonces, ¿no ibas al colegio?
—Sí, claro. Con tu tío Auspicio que era dos años menor que yo. Y con tres niños más del pueblo. Íbamos a casa de don Frumencio. Padre le pagaba quince pesetas. Yo lo aprendí todo con don Frumencio. Los números, las cuatro reglas, a sumar, restar, multiplicar y dividir, los quebrados, la regla de tres, el interés… Y a leer y a escribir; sin faltas de ortografía. Todo. Los problemas que nos ponía don Frumencio yo los resolvía todos. Pero vino otro profesor al pueblo y padre, por ahorrarse un duro, nos cambió al nuevo. Y con este en vez de aprender, se te olvidaba lo que ya sabías, así que un día le dije a padre: «Padre, yo con don Francisco no quiero ir porque no aprendo nada y se me olvida lo que me enseñó don Frumencio.» Y padre se enfadó mucho y me quitó del colegio; y, de paso, también a vuestro tío Auspicio. Y nos llevó al campo a trabajar y también con las bestias, que habíamos de recoger al acabar el día. Tendría vuestra edad y ya estaba deslomado. Pero ya nos trataban como hombres. Para bien o para mal. Pero yo quería seguir aprendiendo. Entonces madre me compró una enciclopedia de esas grandes y yo la estudiaba cuando el cansancio me dejaba. Y me aprendí los ríos de España, y los sistemas montañosos y las capitales de las provincias. Por eso me las sé todas. Por ejemplo, de Las Vascongadas hay tres provincias: Álava capital Vitoria, Guipúzcoa capital San Sebastián y Vizcaya capital Bilbao. No he estado en ninguna, pero me las sé. Y también los reyes antiguos esos, los Reyes Godos: Ataúlfo, Teodoredo, Alarico… Bueno, de estos no me acuerdo de todos…
—¡Qué guai, abuelo! —dijo Diego con una sonrisa.
—Venga niños, poneros los abrigos y dad un beso al abuelo que nos vamos…
—¡Por fin! —resopló Raúl.
—Hala, adiós abuelo —se despidió Diego dando un abrazo a su bisabuelo.
—Adiós hijo y estudia mucho, que, como decía don Frumencio, lo que bien se aprende tarde se olvida.
—Eso haré, abuelo, eso haré. Te lo prometo.
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