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En el volumen “El maestro de armas”, Xavier Dorison, el guionista aventurero que igual se atreve con vikingos (“Asgard”) que con piratas (“Long John Silver”) que con el indómito Oeste (“Undertaker”), y Joël Parnotte, el magistral e hipnótico dibujante de “La sangre de los Porfirio”, unen fuerzas para proponernos una violenta ficción situada a principios del siglo XVI en Europa, que no es más que una excusa para hacernos reflexionar sobre dos de los aspectos más importantes en la historia de la humanidad. Veámoslos uno por uno:
El primero versa sobre la transición, casi siempre dramática, que se produce cuando la sociedad tiene que afrontar algún cambio fundamental, radical o, al menos, importante, ya sea en el ámbito de la tecnología, la convivencia, el arte, la moral, las costumbres, las religiones o cualquier otra disciplina. En este caso se centra en aquellos aspectos que cambiaron dentro de ese periodo histórico llamado Renacimiento, que, como sabemos, dejó atrás la obscura Edad Media para traer avances de gran calado. Pero esto casi nunca es fácil. Estos cambios que, inmisericorde, nos impone el progreso de vez en cuando, de un modo u otro terminan dejando cadáveres por el camino. En el cómic, este desarraigo se muestra reflejado en el viejo maestro de armas, Hans Stalhoffer, que se ve fuera de lugar e impotente ante el avance de los tiempos. Avance a peor, sin honor, según su modo de ver las cosas. Así, por ejemplo, ante las nuevas espadas que se van imponiendo, más ligeras y manejables, se muestra ceñudo y negacionista («¡Esto no es una espada!», sentencia cuando le refieren los nuevos diseños). Algo parecido decía yo, salvando las distancias, cuando vi en el mercado los primeros móviles o lectores de libros electrónicos. Esos aparatos del Maligno no llegarían jamás a triunfar pues en esencia no podían competir con sus ancestros… y ya ven a donde hemos llegado; y lo que nos queda… Supongo que la misma actitud y sentimientos mostraron los lanistas romanos cuando se dejaron de celebrar los espectáculos de gladiadores; o los esclavistas, armadores y aseguradoras cuando se abolió la esclavitud; o los criadores de caballos cuando Henry Ford empezó a introducir el automóvil en América; o los restaurantes americanos de carretera con camareras patinadoras cuando los hermanos Mcdonald inventaron el restaurante de comida rápida (que, en esencia, era una manera de hacer la comida como si se estuviera en una cadena de montaje… la misma, por cierto, que utilizaba el referido Ford para sus coches; no se trataba de servir comida de baja calidad, como ahora la suponemos, acertando casi siempre); o los fabricantes de cámaras fotográficas a partir de que se hizo generalizado el uso de teléfonos móviles para hacer fotos… Hay miles de ejemplos a lo largo de la historia. Y seguro que mientras lee (y yo escribo) este artículo se están produciendo nuevos casos de los que, de momento, no alcanzamos a imaginar su magnitud y consecuencias para nuestras vidas. Sea como fuere, insisto, al final quedarán cadáveres por el camino. El progreso es imparable, aunque a veces sea para mal; y los que pertenecen al antiguo oficio, concepto o creencia han de adaptarse o desaparecer. Tú mismo. O aprendes a usar un arma de fuego o con tu vieja arma blanca terminarás muerto, por resumir la idea que quiero explicar y que es una de las bases de este cómic. ¿Qué pasará con las autoescuelas cuando esté perfectamente asentado el coche autotripulado? No lo duden, lo mismo de siempre.
El segundo de los aspectos que trata este maravilloso cómic es la lucha por poseer la información y el poder. En el mil quinientos y pico, periodo en que se desarrolla nuestra historia, la Iglesia era la única en interpretar los textos bíblicos, ya que estaban escritos en latín y griego, lenguas “cultas” de difícil acceso (o nulo) para la mayor parte de las gentes. De esto se aprovechaban los buenos religiosos para explicar a su manera lo que nos enseñó Jesús y sus precedentes. No había forma de contrastar la información yendo directamente a la fuente. Entonces surgieron los hugonotes, reformistas y otros “herejes”, así calificados por los papistas de entonces. Estos enemigos de la Fe pretendían traducir e imprimir la Biblia a las lenguas vulgares, esas que entendía, más o menos, todo el mundo, como el francés. Por supuesto, la iglesia se negó, como hace siempre ante cualquier zancada que da el progreso. Pero es que en este caso se estaba entrando de lleno en uno de los negociados más importantes de la buena y santa Madre Iglesia de aquel tiempo: el control del conocimiento y las creencias. ¡Intolerable! ¡Herejía! Ya se lo dice el malvado y realista Giancarlo Maleztrada al maestro de armas: «¿Realmente pensabas que la Iglesia permitiría imprimir una Biblia en vulgar? ¿La ves compartiendo su ciencia y su poder con el populacho? ¡Ja, ja, ja! Es como pedir a un perro que comparta su cuenco…»
De estos mimbres se surte este cómic principalmente, aunque hay mucho más en estas casi cien páginas de aventuras, sangre y violencia explícita. También pululan por sus viñetas un buen número de fanáticos y las consecuencias de sus acciones. «¡Blasfemia!» o «¡Blasfemo!» se gritaba en aquel tiempo cuando alguien opinaba distinto. Ahora, al que difiere de tus pensamientos e idearios, se le acusa de fascista o comunista, según mercado o moda, sin saber la horrible historia, alcance y significado que hay detrás de estas dos palabras. Han pasado quinientos años largos pero seguimos siendo igual de cazurros.
También se habla sobre los duelos, aquella costumbre que hasta hace bien poco ha resuelto cualquier ofensa o malentendido en general. Aquí se trata de elegir al nuevo maestro de armas del Rey. Los contendientes se desafían a espada, varias veces durante la narración, propinándose heridas bastante aparatosas. De nuevo, se enfrenta el progreso con lo antiguo, en este caso representados ambos conceptos con una espada ropera blandida por el pendenciero y cruel Maleztrada y una pesada espada larga medieval que maneja el antiguo y honorable maestro de armas Hans Stalhoffer. Un enfrentamiento que define muy bien el viejo maestro: «Preferir la espada de los caballeros sobre la de los mercaderes, el honor al dinero, la paciencia a las victorias fáciles.»
Hablando de duelos me vienen a la cabeza muchas referencias cinematográficas. Como no recordar, por ejemplo, “Barry Lyndon” (1975), mi película preferida de Stanley Kubrick, o la genial (y tristemente eclipsada) “Los duelistas” (1977) de Ridley Scott. Pero, sobre todo, mientras acompaño a los protagonistas en esa escapada por las montañas y los bosques invernales, donde el maestro de armas se va deshaciendo de decenas de enemigos gracias a su astucia y habilidad, me viene a la memoria “Acorralado” (1982) y es que, aunque Hans Stalhoffer no es John Rambo, su currículum también es impresionante: «¡Maestro del gremio de los Dragones de Koblenz, maestro de armas de Carlos V, vencedor sobre nueve lansquenetes en Brantome, vencedor en duelo contra el barón de Arcour y el caballero de Stahl, vencedor doce años seguidos del Torneo Real del Reino de Francia…! ¡Y por ello, maestro de armas de Francisco I de Francia durante doce años!»
El apartado gráfico es fantástico, como ya nos tiene acostumbrado Joël Parnotte. En este caso dibuja y colorea el crudo invierno de centro Europa de una manera que casi sientes el frio y la desolación de los bosques y páramos, según vas admirando cada viñeta. Alguna de estas ilustraciones a toda página (o casi) es para enmarcar.
Por último, el guion de Xavier Dorison es por momentos tan crudo como el paisaje, intentando mostrar la dureza de la época de modo que el lector no se despiste e intente suavizar la trama con nociones actuales que no aplican en absoluto, ni por los tiempos que vivimos ni por la mentalidad que ahora gastamos. Sirva como ejemplo la siguiente perla: «¡Tienes suerte de saber leer! La palabra del Señor debe de ser maravillosa, ¿no?» A lo que responde el maestro de armas, lapidario cual personaje de leyenda: «Lo que me fascina es que se mate por ella.»
«¡Hans, Hans, si sólo fuera eso…!», apostillo yo de mi cosecha, humilde pero certero.
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