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Mario Garrido Espinosa.

Historias Cortas: El Corte de Pelo


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NOSTALGIAS PRETÉRITAS - El Corte de Pelo

En mis primeros años de vida tenía pelo. Esto parece una obviedad, pero cuando uno es calvo la gente tiende a pensar que siempre ha sido así. Pues no. Tenía una hermosa melena rubia a juego con mis ojos azules. A pesar del engorro que suponía peinarse con raya a un lado primero y con el pelo hacía atrás después, yo disfrutaba de mi cabellera, a veces al viento, y no entendía la manía que tenía mi madre de cercenarla sin piedad cada tres o cuatro meses.

Acudíamos a la peluquería del barrio. Allí, Marcial, su hermano y su cuñado se ocupaban cada uno de su puesto. El comienzo de la jornada era siempre el mismo.

—Buenas tardes —saludaba mi madre—. ¿Hay mucha gente?

—No —respondía Marcial, con independencia de la cantidad de personas que tuviéramos delante—. Enseguida os toca, pero si quieres vete a hacer los recados que nosotros vigilamos a Mario.

Y allí me quedaba, con mi madre o sin ella, esperando mi turno, a veces triste, a veces resignado, pero casi siempre rabioso, hojeando revistas manoseadas cien mil veces que no me interesaban en absoluto. En aquel tiempo la gente fumaba dentro del pequeño local y el ambiente se convertía en sórdido, como si fuera un matadero por el que íbamos pasando las pobres víctimas allí reunidas.

Por supuesto, tenía un peluquero preferido: Marcial, el que daba nombre al establecimiento. Su hermano, Lorenzo, me retorcía las orejas sin piedad para perfilarme el pelo por ese lugar y el cuñado, con poca vista para el negocio, me hacía unos cortes tan rapados que quedaba preparado en el momento para alistarme al servicio militar y no volver en cuatro meses a pisar el establecimiento.

Tras la triste espera, cuando ya no te quedaba nadie por delante, dejaba la revista de turno y observaba las evoluciones de mis pobres predecesores, deseando que en aquella competición inexistente ganara Marcial, terminando el primero. En el momento que uno de los tres peluqueros pasaba el cepillo por la nuca de su cliente actual, le quitaba la sábana que le rodeaba el cuello, cogía la escoba para retirar del suelo el pelo guillotinado y cobraba el trabajo, me ponía terriblemente nervioso. Además, el hecho de tener la suerte de que fuera Marcial el peluquero que había terminado el servicio en primer lugar, no siempre te aseguraba contar con la habilidad de su mano experta. Había clientes que querían que les cortara el pelo él y sólo él y se apropiaban del turno con autoridad, sin dar explicaciones, como si hubiera una cola para Marcial y otra para el resto de los pobres mortales.

—Ahora mismo termina Lorenzo y se pone con Mario —decía Marcial educadamente a mi madre, cuando algún cliente privilegiado apagaba su puro en el cenicero y se levantaba tranquilamente para sentarse en el ambicionado trono del peluquero.

Mi progenitora consentía, sin contar con mi opinión, y seguía leyendo su revista tan tranquila. Yo me enfadaba un poco más, afeaba la complacencia de mi madre con la mirada, me cruzaba de brazos refunfuñando y me apiadaba de mis pobres orejas, las cuales iban a sufrir torsiones imposibles.

Entonces, como si no bastara ya con todo lo contado, venía el momento de la humillación, del escarnio: el peluquero sacaba de debajo del mostrador un banco auxiliar de color rojo —como la sangre— que ponía encima de la silla. Aquello era necesario para que la cabeza no quedara más baja que el respaldo, pero a los ojos de un niño era una especie de ignominia, de intolerable diferenciación con el resto de clientes. Además, era duro e incómodo. Resignado, subías a ese degradante poyete, mientras el resto de niños que pululaban por el local te miraban. Los más pequeños, barruntando su triste destino, como si fuera el paredón; los mayores, con aires de superioridad, sabedores de que ellos no precisaban de altillo.

—¿Cómo le dejo? ¿Cómo siempre? —preguntaba el profesional.

—Sí, cortito, ya sabes —respondía mi madre de manera maquinal.

Empezaba la sarracina y lo que antes eran unos simple pucheros se convertían en llanto. Con lágrimas y todo.

—Estate quieto… y deja de llorar. Si no duele ­—me consolaba el peluquero.

Pero sí dolía. Dolía el orgullo por estar sentado en ese bochornoso poyete. Dolía la futura nuca despejada —especial para dar collejas— que luciría en las siguientes semanas. Dolía cambiar de aspecto sin desearlo. Sí dolía. Y mucho.

—Menudo remolino que tienes aquí detrás —decía el peluquero en mitad del esquilado.

—Sí. Así ha salido el niño de malo —terciaba mi madre, otra vez, de manera tradicional.

Y terminada la faena volvía a casa apesadumbrado. Me miraba en el espejo y no daba crédito. Pero era un niño, así que rápidamente me olvidaba del asunto hasta el siguiente corte de pelo.

El día que me pude sentar en la silla del peluquero en vez de en el altillo se me empezaron a quitar todos estos miedos. No se equivoque el lector: prefería tener el pelo largo a corto, pero me tomaba el episodio con mayor deportividad. Al fin y al cabo, a Sansón también le cortaron el pelo sin su consentimiento, pero tuvieron la decencia de no hacerlo subido en un ofensivo poyete.

Como es sabido, el destino juega con los hombres de maneras caprichosas, así que a los veintitantos me quedé calvo. No he vuelto a pisar una peluquería, pero, en confianza, el “destino” se podía haber quedado quietecito.

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