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La guagua inició con humildad el ascenso de la montaña que hay justo al lado de Nazaré. Nadie creía en sus posibilidades y la madre de “Los Tres de Pamplona” lo dijo con cierto miedo; pero poco a poco, lento pero seguro, a una velocidad que hacía pensar que en cualquier momento se pararía y caeríamos al abismo marcha atrás, el autocar fue cubriendo el puerto con fortaleza, valentía y estruendosos ruidos de su anciano motor.
En las cercanías de la Iglesia de Nostra Senhore de Nazaré el esforzado vehículo descansó merecidamente. Tras desalojar, fuimos directos al mirador de 110 metros de altura que era el objetivo del ascenso. El lugar nos permitió divisar el mar, el pueblo y sobre todo la playa. Desde nuestra posición privilegiada, oteamos algunos perros que correteaban por la arena como si fueran puntos de colores en movimiento. También vimos a un valiente, o un loco, que se bañaba jugando con las olas y haciendo caso omiso de la circunstancia de que no hiciera día de playa. Con todo, esto no era lo más sorprendente:
—Como venga un golpe de viento o algo le asuste, se cae seguro —dije, refiriéndome a una niña de unos 14 años que había saltado la valla de piedra del mirador y se cimbreaba al ritmo de la música de sus cascos sobre la minúscula superficie de un saliente de la roca. Medio metro detrás de ella estaba el precipicio.
Daba miedo verla. No nos atrevíamos a mirar a nuestra espalda por si la Parca andaba también por allí, registrando en su inventario la evolución del baile de la adolescente.
La imprudente no había venido sola. Pertenecía a un grupo de niños de excursión que había aparcado su autocar —poco mejor que el nuestro, acaso de la generación siguiente— a nuestro lado. No parecía haber ningún profesor por allí. Ningún adulto que les afeara sus actos, a ser posible, en su idioma.
—Mira, ahí va otra —lamentó Pedro.
Efectivamente, otra niña se abalanzó hacía el saliente del abismo.
La Muerte, enfundada en su capucha, sonrió. O eso percibimos. A la vez, en la lejanía se escucharon las primeras notas de un fado triste y desgarrado; creímos entender que hablaba de entierros y pérdidas…
La idea de las niñas era hacerse fotos en esa posición, poniendo posturas y muecas en sus caras. En este momento comprobamos que los movimientos de ambas no eran todo lo firmes que se espera en semejante situación y ahora los 110 metros parecían 1000. Después de un par de fotos, la segunda niña, con paso titubeante, volvió a la seguridad del mirador; pero la otra, tonteando aún más si cabe, se mantuvo en su puesto de bailarina del fin de los días. De repente, su autocar se puso en marcha y todos los niños regresaron al vehículo.
Los que presenciábamos la escena, tras ver como la adolescente volvía a la acera de un par de ágiles saltos, resoplamos aliviados. La Muerte —intuimos—, se marchó frustrada en busca de mejores presas. Junto con ella se fue apagando la triste música del fado, hasta que no se escuchó ninguna nota musical; como si ambas presencias, la una etérea y la otra sonora, nunca hubieran estado allí.
Y con estos desasosiegos finalizamos la excursión del día. La vieja guagua inició el camino de vuelta a su ritmo cansino pero seguro. Nosotros dormimos en su amoroso regazo.
Fragmento de "Los Viajes del cambio de Siglo. Portugal"
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