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Yo era un niño de apenas once años cuando descubrí al bueno del teniente Blueberry. “El Pequeño País”, un suplemento de cuatro hojas que traía la edición dominical del periódico “El País” en aquellos tiempos, empezó a publicar el cómic “La última carta” (1983) de este inmortal personaje creado por Jean-Michel Charlier y Jean Giraud. Cuando lo vi, quedé maravillado ante aquellas prodigiosas viñetas llenas de detalles.
Y es que a mí los cómics me entran por el dibujo. Si el dibujo no me gusta, es muy difícil que lo llegue a leer; y soy consciente de que por este motivo me estoy perdiendo algunos tomos que, al parecer, son obras maestras del noveno arte. Incluso hay por ahí un premio Pulitzer lleno de ratones y gatos que seguramente no llegaré a leer nunca; y es que sus rudimentarias viñetas me dan mucha pereza. Si en cada viñeta o composición de página no me paro, al menos, un segundo a mirar, no me interesa. Para leer sólo bocadillos, prefiero emplear mi tiempo de ocio en una novela; cosa que también leo, como casi cualquier buen lector de cómics. En fin, qué le vamos a hacer, cada uno tiene sus manías, y a mí me tiene que gustar la ilustración, el tratamiento del color, el detalle, el sombreado o los colores planos, la línea clara o “sucia”, la composición… Todo eso que hace únicos y grandes (y altamente complejos) a los cómic. Y es que si el dibujo no es bueno, en mi opinión, quizás esas supuestas obras maestras del guion deberían haber tenido otro formato, por ejemplo novela. Pero no sembremos aquí una polémica que no es motivo de este artículo. El caso es que cada semana esperaba que en casa compraran el periódico para poder seguir leyendo aquella historia (por cierto, para adultos; ¿y que hacía en un suplemento infantil? En aquel tiempo se pensaba que los cómics sólo eran una cosa de niños. Os sorprendería saber que todavía hay por ahí gente desinformada e ignorante del tema que aún lo piensa; y hasta defiende este argumento llegando a un patetismo que da bochorno). Por supuesto, empecé a intentar dibujar algunas de las viñetas de “La última carta”, a copiar la forma en que Giraud hacía los trazos, el sombreado, las caras, las nubes, las rocas… hasta el vidrio de las botellas. Incluso me acuerdo que le enseñé la octava viñeta de la plancha número ocho de “La última carta” publicada en “El Pequeño País” a mi madre (de la que me viene la afición a leer cómic; en aquel tiempo ella también los leía) diciéndole, asombrado, «¡mira que bien dibujada está esta cara!»
Por supuesto, ese año escribí a los Reyes Magos para que me trajeran un Blueberry. Y el 6 de enero me llevé una gran decepción. Es ciertos que sus Majestades de Oriente fueron cumplidoras y me dejaron debajo del árbol de Navidad el primer tomo de la colección: “Fort Navajo”, un álbum unos cuantos años anterior a mi nacimiento, 1965. Pero cuando empecé a hojearlo no daba crédito. Era un Blueberry, efectivamente, pero que nada tenía que ver con el dibujo de la historia que yo atesoraba del “El País Semanal”. Nada es nada. Es que incluso parecía dibujado por otra persona. Hasta el protagonista parecía otro tipo. Al parecer, investigué años después, Giraud era un pupilo de Jijé, el célebre dibujante de la revista Spirou y que abanderaba otra serie mítica del Western, “Jerry Spring” (un vaquero que siempre me pareció tener cierto aire a lo Elvis Presley). Ciertamente, el dibujo de este “Fort Navajo” se parece mucho al de Jijé y nada al del Giraud de, por ejemplo, “La tribu fantasma” o “Ángel Face”.
Investigando por librerías, poco a poco, me di cuenta de que la evolución del dibujo de Giraud había sido, cuanto menos, sorprendente. Si conseguías reconstruir la evolución del personaje en el orden cronológico de publicación de sus aventuras (cosa complicada en las ediciones de aquel tiempo, totalmente desordenadas) te dabas cuenta de cómo, poco a poco, el dibujante iba encontrando su estilo característico (no sólo en las ilustraciones, también en la distribución de las planchas) y, a la altura, más o menos, de “La mina del alemán perdido” (1972), el dibujo empezaba a parecerse al esgrimido en este magnífico álbum, “La última carta“, que me descubrió a Giraud como uno de los grandes artistas del siglo XX.
Así que, a partir de entonces, no dejé la tarea de elegir los Blueberry en manos de Gaspar, Melchor y Baltasar, pues aunque su intención siempre era buena, eran descuidados. Para evitar nuevas decepciones, me encargué yo mismo de que en futuros regalos me obsequiaran determinados volúmenes de este personaje; y no de los primeros precisamente. Y así llegaron a mi estantería joyas del cómic como “Nariz rota”, “La larga marcha” o “Balada por un ataúd”.
Y con el tiempo y haciendo uso de la biblioteca del barrio, terminé por leer muchos de los cómics de Blueberry dibujados por Giraud, como por ejemplo la imprescindible trama que empieza con “Chihuahua Pearl” y termina, diez álbumes después (entre ellos “La última carta””), con “El final del camino”. Una gran lectura que de ser obligada en los últimos cursos de los colegios provocaría, casi de forma imparable, la inquietud por la lectura en los jóvenes. Y qué decir de la serie de televisión (ahora que están tan de moda) que se podría filmar sólo con la trama de estos diez títulos… En fin, Giraud falleció el 10 de marzo del 2012 y Charlier en 1989. Aunque Giraud retomó la serie en solitario, a partir del tomo 24, “Mister Blueberry” (1992), y lo hizo con bastante solvencia, no fue nunca lo mismo, a pesar de que su dibujo ya empezaba a rozar cotas de perfección nunca vistas. Aunque nunca se llegó al bochorno de los títulos del Astérix de Uderzo en solitario, tras el fallecimiento de Goscinny, la falta de Charlier al guion también se notó en su creación más universal.
Ojalá algún día dos discípulos de estos dos maestros retomen la serie de nuestro teniente de caballería del ejército de los Estados Unidos preferido, el conocido como Mike Steve Blueberry, y lleguen al mismo nivel de excelencia.
Soñar es gratis.
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