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Mario Garrido Espinosa.

Navidades Sorprendentes: La extraña cesta


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Queda ya muy poco para que llegue la Navidad y muy pronto veremos pulular en los transportes públicos a aquellos afortunados que vuelven a casa del trabajo cargados con una caja llena de botellas y turrones; o con un jamón... Aunque, a decir verdad, cada vez se ve menos esta escena. También hace años se veían los contenedores del papel repletos de estas cajas vacías... ahora ya se ven menos; o nada. En fin, aunque la mayoría no tengamos cesta, no hay por qué apenarse: os propongo la lectura del primero de los cuentos del libro "Feliz Navidad... o no", que trata, precisamente, de un inquietante suceso ocurrido con una de estas cestas. Espero que os guste y ¡Feliz Navidad!, por adelantado.

La extraña cesta

1

Tadeus Reims Carrintong era un hombre bueno. En el sentido amplio y tradicional de la expresión. Igual que un personaje arquetípico de un cuento navideño victoriano; nos referimos al “bueno” del cuento, claro está. Así, era conocido por llevar una vida discreta y sencilla, siendo muy apreciado por los vecinos del barrio, gente humilde —rayando la indigencia en ocasiones— que, en más de un caso, habían perdido la cuenta de los favores que debían al servicial Tadeus.

Como no podía ser de otro modo, era hombre trabajador. Nunca llegó tarde a la oficina de la correduría de seguros “Hermanos Lancry & Puñet” donde trabajaba y siempre fue honesto con sus clientes —por supuesto, a escondidas, ya que esta cualidad nunca habría sido apreciada por sus superiores—. Había cumplido recientemente veinticinco años de abnegado trabajo en la empresa de contratación de seguros. Durante ese periodo se dejó la piel más veces de las que querría recodar. Incluso fue nombrado empleado del año en cinco ocasiones consecutivas, quedando el resto de periodos entre los cuatros primeros de esa extraña competición que, en realidad, no hacía prosperar a nadie. Así, año tras año, recibió más de una espontánea palmadita en la espalda por parte del hermano menor de los tres que eran dueños y fundadores de la correduría; de los otros dos nada; ni una mirada de aprobación; ni un mísero “gracias”.

«No agradezcas nada a los empleados. Nunca. Su obligación es hacerlo bien. Dar el ciento diez por cien. O más si es posible. Si no, puerta —intentaban aleccionar alguno de los hermanos mayores al benjamín de la familia—. Si alabas su esfuerzo, su implicación, sus logros… pensarán que eres débil y terminarán pidiéndote cosas raras. Un aumento de sueldo, por ejemplo. O más vacaciones. Cualquier insolencia. Y mientras yo esté al frente y esta empresa sea mía en parte, ninguno de esos temas será negociable. Si no les gusta su salario, el horario, las condiciones… pues adiós. No haber firmado el contrato. —Entonces, el hermano fundador, arquetipo también de un cuento navideño victoriano, se quitaba el puro de la boca y usándolo a modo de puntero humeante, señalaba la entrada del local: una imponente puerta de roble macizo claveteada con gruesos remaches de acero. Y la miraba fijamente. Muy serio. Para reafirmar que allí no estaba nadie por obligación y que si a algún empleado no les gustaba algo, la única negociación posible pasaba por empezar a andar en la dirección que indicaba su habano. Y no volver—. No eres su amigo. Recuérdalo siempre. Mientras les pagues, eres su dueño.»

Dado este bagaje, Tadeus nunca imaginó que le fueran a regalar algo por ese cuarto de siglo de brillante dedicación y mucho menos que se tratara de una cesta navideña, ya que aunque estábamos en las fechas propias de recibir algo así, en “Hermanos Lancry & Puñet” —“Los seguros que son un regalo”, rezaba uno de sus eslóganes—, hasta donde él sabía, no se estilaba ese tipo de detalles con la plantilla. Ni ningún otro, para ser exactos. Sin embargo, aquel domingo llegó a su casa de la humilde calle de Drake Street un baúl enorme de madera, forrado con bandas de hierro y remaches de refuerzo. Diseñado para soportar un peso fuera de lo común. La tapa estaba medio abierta y de su interior pugnaban por salir todos los manjares de este mundo: dos jamones 5 Jotas de Pata Negra, lomos, chorizos y salchichones de la Sierra de Francia, trufas y quesos de Gruyere, latas de cochinillo y cordero confitado y otras de magret de pato, estuches de marrón glacé y de Galettes de mantequilla de los Alpes, un paquete de caramelos de Bretaña, una caja con auténticas bolsitas de té chino, un tarro con café de Kenia, seis botellas de “Únicos” de Vega Sicilia y otras tantas de don Perignon, un cognac Napoleón solera veinte años, dos botellas de Cardhus numeradas de envejecimiento familiar… y, de este orden, más de ciento cincuenta artículos. O eran doscientos. Imposible contarlos sin perder la cuenta; o salivando hasta equivocarse.

Tadeus, incrédulo al principio, firmó el recibo que el transportista le mostraba sobre una carpeta. Lo leyó buscando la equivocación, pero no había tal. En el apartado correspondiente figuraba su nombre completo. Y, justo debajo, su dirección y código postal. Sin posibilidad de equívoco. Con letras grades y tipografía clara.

—¡Enhorabuena, señor! —le felicitó el repartidor—. Nunca en mi vida había entregado nada igual. Y llevo casi veinte años de profesión.

Tadeus asintió extasiado.

—Espere —le indicó al hombre antes de que se marchara. Tadeus sabía que no tenía ningún dinero que dar a modo de propina, así que rompió parte del precinto del enorme lote y sacó los dos primeros objetos que encontró su mano: una lata de sopa de langosta calidad extra y un estuche de sal rosa del Himalaya—. Tome amigo, ¡Feliz Navidad!

—Gracias —contestó el transportista con una sonrisa—. ¡Feliz Navidad para usted también!

Acto seguido, Tadeus metió a rastras el baúl hasta el salón. El esfuerzo fue considerable, a pesar de que el arca iba provista de seis ruedas bien engrasadas en su base. De otro modo se habrían necesitado muchos brazos para mover aquella mole.

Tras cerrar la puerta se quedó mirando el regalo que acababa de recibir.

«No me lo puedo creer…»

Tocó la madera barnizada y la golpeó con los nudillos. No sonaba a hueco. Todo lo contrario. Entonces intentó levantar la caja por uno de sus laterales. Imposible. No se movió ni un milímetro.

«Pero es verdad.»

Como si fuera una liturgia, despacio y con algo parecido a la veneración, el hombre desprecintó el arca y fue extrayendo de su interior los productos uno por uno, todavía incrédulo de poder tocar aquellos artículos que, hasta hoy, sólo había atisbado detrás de los escaparates de las tiendas de Delicatesen de la parte alta de la ciudad. Aun recordaba con tristeza una ocasión en la que un dependiente salió a la calle y le echó del lugar.

«Me espantas a la clientela», le dijo de muy malos modos. Casi escupiéndole.

De entre todo lo que extrajo, se encontró con muchos artículos que veía por primera vez en su vida. Tadeus los observaba como objetos mágicos, leyendo con curiosidad lo que figurara en su envase. Traduciendo —o inventándose— lo que ponía cuando el artículo era una importación de un país con otro idioma; e intentando, también, imaginar su exótica procedencia. Sin saber en algunos casos si serían comestibles; y si era el caso, la forma en que se comería aquello; si habría que cocinarlo o no.

«Selección de diez botánicos especiales para Gin Tonic —leyó en la portada de una caja con dibujos de extraños frutos con nombres igualmente raros—. ¿Pero esto qué es? ¿Se comerán como las pipas o algo así?»

Y se rio como un niño.

2

Cuando el baúl estuvo vacío, Tadeus se quedó observando todo lo que tenía desperdigado por la casa. La caja era grande —mayor incluso que el viejo armario donde guardaba su ropa—, pero aun así, parecía imposible que cupiera dentro todo aquel despliegue de chacinas, dulces, bebidas, conservas… Una vez fuera, los productos aparentaban ocupar el doble de volumen.

Tras asumir que era dueño de toda esa comida, Tadeus, como algo natural, se fue a buscar a las tres humildes familias que ocupaban los otros tres pisos de su sencillo edificio.

—Venid a casa —les dijo misterioso—. No os vais a creer lo que tengo allí.

Y, ciertamente, en un primer instante no pudieron dar crédito. Miraban el género expuesto igual que si estuvieran presenciando una aparición de la virgen María. Acaso el advenimiento de la virgen les hubiera parecido algo más creíble, más natural.

—Tocad algo. Todo es de verdad —les conminó para que salieran de su estupor.

—Mira mamá —exclamó uno de los hijos de cinco años de su vecino de arriba, señalando hacía una caja con algo de lo que sólo había oído hablar—. ¡Chocolate!

—Cógelo —le dio permiso Tadeus—. Es para ti.

—¿Todo?

—Sí, hijo —afirmó, mientras le daba un ligero empujón por la espalda para que se decidiera a hacerlo—. El paquete entero.

El niño agarró la tableta de turrón de chocolate negro con almendras y avellanas y la apretó contra su pecho como si fuera la mayor de sus posesiones. En realidad, lo era. Tenía una sonrisa de oreja a oreja.

—Venga, no os quedéis ahí parados. Empecemos a comer… ¿o es que no tenéis hambre?

Tenían mucha hambre, a decir verdad. Dos de las familias comían de la beneficencia a diario y la otra era tan pobre como el propio Tadeus. Así que los hombres lonchearon entero uno de los dos suculentos jamones. Según lo hacían, todos los presentes iban comiendo la deliciosa carne curada. No hubo necesidad de usar platos. Las mujeres abrieron varias latas de paté de hígado de oca edición limitada, una de un kilo de ventresca de atún de almadraba “primera captura” y otra de cangrejo real ruso según la receta familiar de 1765. Y cortaron alguno de los lomos y uno de los quesos puros de oveja. Y abrieron frascos de espárragos de Navarra y de pimientos asados del Bierzo en aceite de oliva.

Y lo regaron todo con tres de los Vega Sicilia. O quizás fueron las seis botellas.

Y tras una ligera pausa para intentar, de nuevo, asumir que aquello no era un sueño, fueron a por el postre: dieron cuenta de un gigantesco frasco de melocotones de Calanda en almíbar, gordos y enteros, y de un estuche de dos kilos de polvorones y marquesas Gran Maestro Artesano, cuyo sabor, esponjosidad y delicadeza no olvidarían nunca. Para acompañar los mantecados, descorcharon una botella de Madeira que, según rezaba en sus letras impresas en el mismo casco, tenía un envejecimiento de quince años. La dulzura del vino lo convertía en adictivo y eso, a modo de remate final del festín, hizo que las risas y la alegría invadieran sus almas.

—Pero… ¿seguro que todo esto es tuyo, Tadeus? —preguntó uno de sus vecinos, mientras se chupaba los dedos.

—Sí. En el recibo ponía mi nombre. Bien claro.

—A ver si ha sido un error y lo tienes que devolver —barruntó el otro, rebañando con los dientes las migajas que quedaban adheridas al papel de las marquesas.

—Pues todo ya no va a poder ser —agoró la mujer del primero, fea y desdentada, mientras se amasaba la tripa que, hoy por primera vez en muchos años, se mostraba extrañamente abultada hacia un lado.

Los vecinos rieron de buena gana. Y brindaron con champagne auténtico servido en unos sencillos y viejos vasos de duralex.

***

Tras despedir a sus invitados, el buen Tadeus se fue a la cama más que satisfecho. Sentía una paz que hacía años que no recordaba. O quizás nunca la había experimentado.

La casa olía deliciosamente. A felicidad, si es que existe esta fragancia. El hedor de la humedad y la miseria habían desaparecido como por arte de encantamiento.

Y se durmió rápidamente, rendido al sopor propio de una anaconda que se ha comido una vaca entera.

Era 14 de diciembre.

3

A la mañana siguiente Tadeus acudió al trabajo, puntual como siempre, y lo primero que hizo fue entrar en el suntuoso despacho de los dueños de “Hermanos Lancry & Puñet”. Sólo encontró al mayor de los tres fundadores.

—Buenos días señor Puñet. Vengo a agradecerle la cesta que me ha regalado este año la empresa. ¡Ha sido un detalle fabuloso! Jamás lo olvidaré…

El hombre, viejo y con la expresión ceñuda, siguió mirando unos papeles. Sin prisas. Por supuesto, no invitó a Tadeus a que se sentara.

—No sé de qué diablos me está hablando, Reims —susurró por fin, como si fuera una molestia gastar palabras con su empleado. Mientras lo decía buscó algo en un cajón, como si siguiera solo en el despacho.

—Pero, ¿no me han enviado ustedes una cesta a mi casa? —preguntó perplejo Tadeus—. La recibí ayer. Pensaba que era un premio por mis veinticinco años de antigüedad en la compañía.

El viejo levantó la vista por fin. Muy despacio. Le miró de arriba abajo. Con arrogancia. Estudiando si su trabajador le estaba tomando el pelo o algo parecido.

«¿Un premio? Esta empresa no hace esas cosas. Por encima de mi cadáver. Y, si es verdad que este idiota lleva tantos años trabajando aquí, debería saberlo.»

—Por supuesto que no. Vivimos tiempos duros, ya lo sabe, y este año no hay cesta…

—Pero, ¡es que ha habido cesta los años anteriores! —exclamó sorprendido Tadeus, ya que era la primera noticia que tenía sobre este asunto.

—Eh… Me refiero a que este año no hay cesta para nadie. Tampoco para mí. —El empleado miró a su jefe con el mayor desprecio, pero este, acostumbrado a recibir este tipo de miradas, no se inmutó—. ¿Alguna cosa más?

—No —negó con rabia mal contenida.

El jefe observó a Tadeus con severidad unos segundos. A los ojos. Percibió cómo aumentaba el enfado de su empleado. Eso le gustó. A ese juego sabía jugar perfectamente. Y siempre ganaba.

—No… ¿qué? —le retó—. Recuerde que soy su jefe y gracias a mí tiene un techo y puede comer todos los días. De otro modo estaría muerto de hambre tirado en la calle. Así que no me falte el respeto.

Tadeus siguió mirándole con repulsa y, en un acto reflejo, apretó los puños. El viejo le sostuvo la mirada con naturalidad y, con una media sonrisa que mostraba algo de desafío, repitió muy despacio sus palabras:

—No… ¿qué?

Silencio. Quince segundos.

—No señor —se comió el orgullo Tadeus.

El hermano fundador rio con altanería.

—Mucho mejor. Ande, vuelva a su puesto de trabajo, deje de inventar cosas y póngase con lo suyo. O tendrá que recuperar este tiempo perdido. —El empresario apartó la mirada y buscó algo entre sus papeles. De nuevo, como si estuviera solo en el despacho—. Y recuerde, aquí no regalamos nada. Ni cestas ni el tiempo de trabajo. Esto no es un refugio de caridad. Usted pertenece a una empresa seria —dijo con un tono extraño al pronunciar la palabra “pertenece”—. ¿Lo entiende?

—Sí… señor.

—Muy bien. Cierre la puerta al salir.

4

Al final de la jornada Tadeus volvió a su casa y se puso a revisar todos los productos que tenía diseminados por el salón. Seguía sin creérselo. Distraído cogió una tableta de turrón a la piedra 1880 (el turrón más caro del mundo) “Creation the Luxe”, se sentó en su viejo sofá y la abrió muy despacio. Olía a canela y limón. Era irresistible, de modo que mordió un pedazo. Cerró los ojos de placer. La masa dulce y suave se deshacía en la boca. Qué delicia. Entonces, cuando volvió a abrir sus párpados para dar otro mordisco, vio justo enfrente el enorme baúl.

«Tenía que haberlo tirado ayer», se dijo.

El enorme arcón ocupaba gran parte de su pequeño salón. Imposible quedarse con él. No tenía sitio para aquel armatoste. Pegó otro mordisco a la tableta y pensó que lo mejor sería deshacerse de él al día siguiente.

«Cuando salga de camino al trabajo, lo dejaré en los contenedores de la basura. Seguro que alguien se lo llevará y le dará un buen uso.»

Entonces se le ocurrió que quizás en su interior habría alguna tarjeta o identificación que hubiera pasado por alto. Eso resolvería el secreto del remitente. Pegó otro mordisco a la tableta y se levantó despacio, como temeroso de que en las entrañas de aquel cofre gigantesco no estuviera la resolución de este misterio; que no hubiera nada… Pero sí que había y la capacidad de asombro de Tadeus se vio superada; tanto que se llevó las manos a la cabeza en un acto reflejo y cayó al suelo para terminar sentado con las piernas abiertas como un monigote, sin dar crédito.

¡El baúl volvía a estar lleno con todos los artículos del día anterior!

Tras el estupor inicial, medio alucinado, sacó todos los productos y los fue repartiendo por donde pudo. Exactamente igual que había hecho veinticuatro horas antes. Poniendo cada envase junto a su homónimo del día anterior. Como si rellenara las piezas de un puzle. Ahora el salón parecía un pequeño almacén con más de trescientas mercancías de las más caras y exclusivas del planeta.

Cuando volvió del trabajo al día siguiente el arca mágica estaba otra vez llena.

5

A la semana siguiente Tadeus no sabía dónde meter todo el género que atesoraba, a pesar de haber repartido una buena parte entre sus tres vecinos.

—Hoy me han vuelto a regalar una cesta parecida —mentía para dar alguna explicación a sus atónitos amigos. Pero cuando volvió dos días después con nuevos salchichones, tabletas de turrón y latas de conservas, empezaron a no creerle. Lo notó en su mirada. Aquello era muy raro y, aunque se mostraban agradecidos, era inevitable no sentir curiosidad. ¿De dónde sacaba Tadeus toda esa comida de primera calidad?

—No me irás a decir que te han regalado otra cesta, ¿verdad? —le espetaban recelosos.

Y él no podía explicar lo que pasaba, ya que no le iban a creer. Lo tomarían por loco o lo que es peor: por un ladrón.

Así que dejó de regalar los productos de la cesta.

Ocho días después tenía tres cuartas partes del salón y el recibidor ocupados casi por completo. Y también había invadido parte de la habitación donde dormía con botellas, quesos, jamones, latas y chacinas. Hasta el techo; en una endeble construcción que parecía que se caería en cualquier momento.

Dos jornadas antes de Nochebuena miró casi con desagrado el baúl que, desde hacía días, había ubicado en la cocina, ocupándola toda. Otra vez estaba lleno.

«Si no lo vacío, quizás se quede igual y no se vuelva a llenar… o sólo se reponga lo que saque cada día», aventuró esperanzado. Y así lo hizo, pero al día siguiente el arcón había vuelto a reproducir todo su contenido, desalojando y esparciendo lo del día anterior a su alrededor.

Tadeus empezó resignado a meter las mercancías —esta vez, por partida doble— en el escueto cuarto de baño. La casa ya no tenía más piezas que ocupar.

«Lo voy a tener que tirar —pensó con tristeza—. Esto es insostenible. Pronto no podré entrar en mi casa. Pero, ¡cómo voy a tirar algo tan maravilloso como esto!»

Y con estos pensamientos opuestos y agobiantes, no queriendo hacer ni una cosa ni su contraria, Tadeus se fue a la cama aquel día saltando entre los lotes apilados de comida y las botellas protegidas con papel de burbujas que ya no se molestaba en desembalar.

En la jornada siguiente, si no hacía algo, le esperaría un nuevo lote al caer la tarde.

6

Pero Tadeus, como ya sabemos, era esencialmente un hombre bueno, y gracias a esa forma de ser y pensar tan suya, se despertó iluminado con la mejor solución para resolver el problema en que se había convertido el baúl. En realidad, era la salida perfecta para aquel objeto “milagroso”.

«Sin duda, ha de estar donde más se necesita —razonó con alegría—. Además, estoy seguro de que allí van a aceptar sin más las “propiedades” tan especiales que tiene el arcón. Incluso no les parecerá algo insólito; al fin y al cabo, esto no puede ser más que un instrumento de El Señor. ¿Qué otra explicación puede haber? Se trata, sin duda, de uno de sus milagros. Yo sólo he tenido el honor de conocer su poder y benevolencia y, ahora, de ser su instrumento.»

Y así, feliz de vivir aquella santa e intercesora experiencia, el 24 de diciembre cargó con el baúl vacío y se encaminó al convento de St. Johannes del Buen Pastor, a dos manzanas de distancia de su casa.

—Madre, le traigo este baúl. Es un regalo de Navidad —le dijo a la hermana Trinidad de Jesús, mujer fea y de expresión severa, la cual le recibió en la puerta, abriendo sólo una rendija y sin ninguna intención de dejarle pasar—. Mañana se obrará un milagro y todas ustedes y los niños huérfanos y mendigos que acogen pasarán las mejores navidades de sus vidas.

—¿Para qué querríamos ese viejo baúl aquí? Acaso quiere limpiar su conciencia donando la basura que le sobra —aventuró la religiosa, maliciando cosas inciertas.

—No madre, es todo lo contrario.

—Aquí lo que necesitamos es dinero y alimentos para dar de comer a tanta pobre gente —refirió la monja con cara de pocos amigos. Clavándole la mirada.

—Precisamente, madre. De eso se trata…

La mujer le observó como si estuviera loco.

—Llévese esto de aquí. Si quiere hacer su “buena acción navideña”, véndalo y entréguenos lo que saque como limosna —le propuso de manera bastante práctica. Y también algo rastrera.

—No, madre, eso sería un gran error. Confíe en mí. Por lo que más quiera. Guarde este baúl y mañana mire en su interior. Por favor, hágalo. No puedo explicárselo porque no me creería.

—¿Qué es lo que no me voy a creer?

—Madre, sólo le pido una cosa: Guarde este baúl y mañana, ábralo —repitió casi con desesperación—. Sólo eso. Hágalo por mí. Por ser Navidad. Sólo tiene que dejarlo dentro del convento hasta mañana. No le estoy pidiendo mucho.

Y el buen Tadeus se fue dejando el baúl en la puerta.

«¡Qué cabezota! —se lamentó—. Bueno, espero que no lo deje en la puerta.»

La monja siguió con la mirada a aquel hombre tan misterioso hasta que le perdió de vista. Después puso los ojos en blanco, suspiró y, acto seguido, renegando para sus adentros, metió el baúl en el refectorio del convento.

«¿Por qué la gente se pone tan mística en estas fechas y dicen y hacen tantas tonterías? —se preguntó sor Trinidad de Jesús mientras arrastraba la caja haciendo chirriar y saltar sus ruedas por el empedrado de los pasillos del convento—. ¡Se obrará un milagro! Eso es lo que ha dicho el chalado ese. Y seguro que hasta se lo cree. —La monja sabía de buena tinta que los milagros no son más que parte del imaginario que la Iglesia necesita para mantener el negocio. Por tanto, a su juicio, ni existen ni habían existido nunca. Tampoco en Navidad—. Puro cuento.»

El buen Tadeus, dos minutos después, volvió sobre sus pasos para ver si seguía el baúl en la puerta de St. Johannes del Buen Pastor. Ni rastro de él. El hombre sonrió de oreja a oreja. Y se fue muy contento consigo mismo, pensando en la cara de los desamparados del convento al día siguiente: El día de Navidad.

7

Cuatro hachazos fueron suficientes para destrozar el baúl. Se descuartizó como si fuera etéreo. Después, sor Trinidad de Jesús metió parte de la madera en la chimenea del refectorio, rezongando como era su costumbre.

«Por lo menos esta Nochebuena no pasaremos frio», pensó.

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