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Mario Garrido Espinosa.

Navidades Sorprendentes: Las tribulaciones del pobre San José


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Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor.

Colosenses 3:18

1

José era un hombre piadoso y resignado, nadie lo ponía en duda. María era una bonita muchacha que arrastraba cierta fama de caprichosa e impertinente. Sobre todo en los últimos tiempos, después de que fuera agraciada con ciertas dádivas celestiales, presentes y futuras. Por eso, cuando se supo que se casarían, todos en Nazaret pensaron que algo no encajaba. José, además, por edad, podría haber pasado por ser el padre de su joven prometida y aunque el hebreo medio se había vuelto muy liberal desde que Roma había conquistara aquellas tierras, nadie entendía un casorio entre novios tan alejados en edad y condición. Al fin y al cabo, el desposado era un pobre carpintero sin ningún capital, cosa que de ser al contrario habría silenciado cualquier habladuría. A pesar de todo, ningún vecino podía negar que José parecía querer bien a aquella joven malcriada; sin embargo, ella no perdía oportunidad de airear su disgusto por tener que contraer nupcias con un humilde villano que le doblaba sobradamente los años.

—El Todopoderoso podía haberme elegido un marido más joven, guapo y rico. Con tierras y palacios. Alto y fuerte. ¡Que va a ser el esposo de la madre del hijo de Dios! Que luego la Historia Universal hablará de nosotros y los cuadros que se pinten, con semejante “pegote”, van a resultar deslucidos—se lamentaba inmisericorde, a veces en voz alta, ignorante de las muchas virtudes de José. Pero afortunadamente, la elección había sido muy meditada, ya que el Creador andaba totalmente involucrado en este asunto. Y no va a saber María más que Él.

José, resignado como siempre, acudía a su carpintería a trabajar de sol a sol y cuando llegaba a casa, rara vez encontraba a su esposa. La joven andaba endiosada con su nuevo estatus, presumiendo aquí y allí de codearse con ángeles, entre otras experiencias insólitas.

«Soy la elegida del Señor», se vanagloriaba ante quién quisiera escucharla; y no todos los hombres que se le acercaban tenían una reputación intachable. Y la gente empezó a murmurar también sobre esto y el día que se supo a ciencia cierta que María había sido embarazada de manera, digamos, poco acostumbrada, se radicalizaron aún más las habladurías. Aquel acontecimiento histórico que engendraría una religión nueva en la que los hombres pudieran depositar su fe durante milenios, al bueno de José le perjudicó en su honor de manera definitiva. Algunos dirán que por estas cosas llegó a ser santo, pero, en cierto modo, también fue mártir, el pobre.

—¿Cómo es posible? Si tú y yo no hemos… —no paraba de preguntar José cuando su esposa le comunicó que estaba en cinta.

—Ha sido Dios —era siempre la desconcertante respuesta.

—Cómo dices… Dios… Pero, Dios, Dios…

—Sí, Dios, el de Abraham y el de Moisés… Yahvé de toda la vida… Que pareces tonto —le reprochaba María, que, a pesar de ser ya una mujer casada, seguía siendo arisca y maleducada, como cuando era una adolescente—. Y, además, que quede claro desde el principio: soy virgen. Y para que no se le olvide a nadie, a partir de ahora me llamarás “virgen” María, que a estos galileos les gusta mucho hablar…

Y se habló y mucho del pobre José, de cornamentas y teóricos hijos de Dios y es que iban a llegar treinta y tres años de milagros sin cuento; pero en aquel tiempo, por muy bíblico e importante que fuera, la cosa estaba muy verde.

Y José, hombre resignado, tragó con todo su santo y natural estoicismo.

2

—María, ¿qué te parece si le ponemos al niño de nombre Escipión? Como el gran general que derrotó a Aníbal —se atrevió a proponer un día José.

—Recuerda, “virgen” María; ¿estamos? Bien —exigió con rudeza la joven—. Y no te olvides, además, que tarde o temprano me han de conceder el dogma ese de no tener “pecado original”. Así que soy virgen e inmaculada. Las dos cosas. Si no soy alguna más que todavía no sepa… Con lo que vete acostumbrando de una vez a ponerme el adjetivo delante del nombre. Que no es tan difícil.

—Está bien, inmaculada María.

—Eso es. “Purísima” también me vale; o “bienaventurada”, “gloriosa”, “santísima”… Como ves, no tienes por qué repetirte.

José suspiró.

—Entonces, ¿Te gusta el nombre para el niño? —intentó reconducir la conversación.

—Por supuesto que no. De ninguna manera. ¡Llamar a mi hijo “Escipiote” o “Esciponce” o como se diga! ¡En qué cabeza cabe! Además, creo que el tipo ese que dices era un romano, ¿no?

—Eh… Sí, era romano, pero fue un gran militar y estratega que doblegó a toda Cartago y venció en la batalla de…

—¡Que no!

—Bueno, bueno… Está bien. Y ¿qué te parece Espartaco o Alejandro? Estos no eran romanos y fueron grandes héroes en su tiempo. Pasaran milenios y se seguirá hablando de ellos.

—Otra vez. ¡Que no! Además, este tema yo ya lo tenía pensado. Mi hijo se llamará Jesús, que es poco oído.

—¿Jesús? Y no te gusta más Leónidas, como el fiero rey espartano que se enfrentó a las cien naciones persas y…

—Que no me cuentes más batallitas de las tuyas. ¡Jesús he dicho! Como mucho, para distinguirle del populacho, Jesús de Nazaret. Y ya está. ¡Fin de la conversación!

—Bueno… será en todo caso, Jesús, hijo de José; como tenemos por costumbre decir —se arriesgó a puntualizar el carpintero.

—Sabes que eso no es del todo exacto. No querrás que te lo vuelva a explicar, ¿verdad? Mejor no confundir a las gentes: Jesús de Nazaret, hijo de la virgen María. Que en esto último no hay duda que valga —zanjó la “purísima” con su natural aspereza.

Y José se resignó y tragó, valiéndose de su santa paciencia.

3

—Virgen María, mira, estoy haciendo herramientas de juguete para que Jesús aprenda desde pequeño el oficio de su padre.

—Bueno, su padre, su padre de verdad, técnicamente, no ejerce ninguna profesión. Al menos de las que ejercen los mortales —precisó la inmaculada con muy mala uva y hablando muy despacio. Siseando de manera rastrera.

—Bueno, de su padre adoptivo o le que sea yo —matizó con tristeza José­—. Jesús será un gran carpintero, ya verás. Yo me encargo. Hará las mejores cruces de esta parte de Judea.

—Menuda cruz tengo yo contigo. Mira que eres cansino. Jesús está llamado a hacer grandes prodigios como el hijo de Dios que es, así que ya escogerá él el oficio que mejor le convenga… O no hará nada y se irá con sus acólitos a predicar y a hacer milagros; o lo que sea que hacen los hijos de Dios cuando vienen a la Tierra. Que aunque tenemos, de momento, poca experiencia en estas lides, poco más o menos nos podemos hacer una idea de lo que va a pasar.

—Pero es tradición de nuestro pueblo que los hijos sigan el oficio de su padre, al menos los primogénitos.

—Es verdad y eso es justo lo que ocurrirá.

—No te entiendo —titubeó José, mirando la expresión maliciosa de su esposa—. Entonces, ¿te parece bien que enseñe a Jesús todo lo que sé de carpintería?

—Efectivamente, no lo entiendes —concluyo María—. Por supuesto, Jesús seguirá nuestras sagradas tradiciones y honrará a su padre continuando las labores de este…

—Lo que yo decía, ¿no?

—¡No! —negó con la contundencia de un martillazo—. Porque vuelves a olvidarte de que el oficio de su “verdadero” padre no es el de carpintero, ¿a qué no?

—Eh…

—¡Es el oficio de Dios! —vaticinó señalando con su mano derecha hacia el cielo. Igual que un iluminado, pero, a diferencia de estos, con conocimiento de causa—. Y a eso se dedicará…

José la miró con inmensa tristeza.

—Venga, asúmelo, que no es para tanto —consoló, a su manera, la virgen, dándole dos palmaditas en la cara a su desconcertado esposo—. Olvídate del asunto. Tu intención era buena, pero… mal dirigida. No pasa nada. Hala, vete a la carpintería, deja de inventar cosas y permite que los acontecimientos sigan su natural curso. Así sufrirás menos…

Y José siguió resignándose y volvió a tragar haciendo gala de su santa e innata tolerancia.

Continúa......

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