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Queda menos de dos meses para la Navidad. Supongo que en los colegios, si no han cambiado las buenas costumbres reinantes cuando era un colegial, estarán dedicándose a fabricar un belén, aprovechando la clase de manualidades. A lo mejor (o a lo peor), en estos tiempos modernos ya no se hacen estas cosas. No lo sé... El caso es que en una de las "Nostalgias Pretéritas" narré lo que suponía esta estratégica tarea para los niños del siglo pasado. Dice así:
Igual que Miguel Ángel Buonarroti, yo también le di un tiempo a la escultura cuando era pequeño. Quizás estemos hablando de niveles distintos de excelencia, pero eso son sólo detalles. Fue en tercero de EGB donde saqué al escultor que llevaba dentro. Los pequeños habitantes de las tres aulas de tercero eran los que año tras año tomaban la responsabilidad de realizar el belén del colegio. En clase de “trabajos manuales”, a finales de octubre, se empezaba con los trabajos. Aquel año las figuritas se harían con barro. En el reparto de personajes a mí me tocó hacer un cerdo; quizás no fuera una de las figuritas con más arraigo de los belenes tradicionales, pero parece que aquella campaña el claustro quiso dar un toque granjero a la representación bíblica.
No fue tarea fácil. El pegar las distintas partes del cerdo a base de agua era una utopía. Los pegotes que intentaban reproducir las orejas, al ser tan pequeños, se perdían entre clase y clase. Cada jueves, día de manualidades, me encontraba a mi pobre cerdo mutilado por algún sitio. Al final conseguí unir todo, aunque el animal perdió parte de su identidad convirtiéndose en un ser no creado por el Señor. Pero a mis ojos seguía siendo un cerdo, de capa blanca, con buenos lomos y mejores jamones; aunque al pobre le quedó un tajo a la altura de la paletilla derecha que no hubo manera de unir. Luego estaba el tema de conseguir pintarlo con el color que sea que tienen los cerdos. Al final quedó del tono propio de las alucinaciones provocadas por el LSD.
Visto el nivel general, no me causó ninguna preocupación mis pequeñas licencias porcinas. Las figuras humanas no eran mucho mejores. Y del pobre niño Jesús, mejor no hablar.
Por fin, el 15 de diciembre, se montó el belén con todas las esculturas de los tres cursos de tercero. El nacimiento de aquel año era un prodigio de arte cubista y de alguna nueva tendencia artística por descubrir. Como adelantados a nuestro tiempo, los niños de tercero desechamos el realismo y la proporcionalidad entre los personajes que tanto se había utilizado en los belenes de todos los tiempos, para meternos en corrientes escultóricas más alternativas, transgresoras, casi diría yo que alejadas de la fe. Aquello, más que la representación del nacimiento de Jesús, parecía la parada de los monstruos, pero no por ello los irreductibles niños de tercero dejamos de sentirnos orgullosos de nuestro trabajo.
El último día de colegio, antes de empezar las vacaciones de Navidad, a cada niño le dieron su figurita del Belén. Orgulloso llevé mi cerdo a casa, dispuesto a que se admirara mi destreza para las tres dimensiones. Cuando lo saqué de la cartera, mi madre lo contempló extrañada, tomándose su tiempo, como el que mira un objeto de arte abstracto que no sabe cómo calificar y del que busca con denuedo y urgencia el objeto o ser que intenta representar.
—Anda, un perrito. ¡Qué bonito! —dijo por fin mi madre, dulcemente.
—¡Pero cómo un perro! ¡Es un cerdo! —protesté ante tamaña falta de sutileza.
La escultura se acabó en aquel instante para mí.
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