Imaginemos una administración de lotería al uso. El dueño, en adelante “el lotero”, inicia su jornada laboral. En concreto es lunes, con el fastidio que ello conlleva. Además, solo quedan diez días para que se celebre el sorteo del Gordo de Navidad.
—Buenas —saluda el primero que entra—. Deme uno para el sábado.
—¿Cuál quiere? —pregunta cortés el lotero, sabedor de que es una pregunta que ha de hacer para generar confianza y, tal vez, fidelizar al cliente.
—Pues uno que toque.
Nuestro lotero, con oficio, obvia la tontería dicha por su interlocutor y saca un décimo de los que tiene debajo del mostrador y que no ha colocado de exposición.
—Ahí tiene. Buena suerte.
Y la mañana sigue su curso.
—¿Cuál quiere? —pregunta nuestro protagonista al segundo cliente del día.
—Pues uno cualquiera para Navidad.
El lotero agradece la confianza y entrega un billete, tal y como le han pedido, “cualquiera”. En concreto es el 28100.
—Pero… ¡Coño! ¡Es que no había un número más feo que este! —exclama el otro, todo ofendido.
—¿No le gusta?
—¡Pues claro que no! ¡Haga el favor de darme un número “bonito”!
—Le advierto que todos los números entran en el bombo —le señala con malicia nuestro lotero, sabedor que es un número muy fácil de recordar y si tocara…
El cliente resopla dos veces. Se puede escuchar la maquinaria de su cerebro trabajar ante el dilema sugerido por el lotero. Al final asiente ceñudo, resopla por tercera vez, masculla un juramento, paga y se va con el décimo.
La mañana avanza sin marcha atrás.
—¿Cuál quiere? —pregunta nuestro lotero al tercero que entra.
—Pues si puede ser, el premiado con el gordo —responde el otro, socarrón.
Es pronto. El lotero es un hombre templado y anda razonablemente eufórico tras endosar un número “feo” y difícilmente vendible al cliente anterior. Además, con sus variantes retóricas ya ha escuchado esta “broma” unas cien mil veces. Hablamos solo de este año. Pero, insistimos, es pronto. No son ni las diez de la mañana. Así que ni se inmuta.
—Ahí tiene —dice, entregando un décimo con el 34682—. Buena suerte.
—¿Cuál quiere? —pregunta al quinto de la mañana.
—Uno con premio.
Nuestro lotero encoge los dedos de los pies en un acto reflejo, liberando la tensión que le provoca tanto “gracioso”. Pero sale de la situación con donaire y expresión afable.
—Como este. Buena suerte… El siguiente, por favor.
—Hola. Deme uno de esos de ahí. El que termina en siete.
—Muy bien señor —asiente con una sonrisa al tratar, por fin, con un cliente que sabe lo que quiere y no hace gracietas rancias de primero de preescolar.
—Seguro que usted sabe —comenta el del décimo terminado en siete mientras busca el dinero en su cartera— una cosa que por estas fechas me decía mi tío cuando era pequeño. Es un refrán: “De diciembre a enero…”
—“El dinero es del lotero” —completa nuestro protagonista apretando los puños con ganas de sacarlos a pasear—. Claro que lo sé. Llevo toda la vida escuchándolo. Y a ver este otro: “Día que pasa de enero, ajo que pierde el ajero.” ¿Qué? ¡¿Sabía usted ese otro?! Pues hala, cuando vea a un “ajero”, se lo dice de mi parte. Sobre todo si lo ve al mes que viene tocándose los huevos.
—Bueno, bueno, ¡qué humos…!
—¡Siguiente!
Y como suele pasar a partir de las once en fechas pre navideñas, ya se ha formado una buena cola y los clientes van pasando uno detrás de otro sin descanso. Y, también sin descanso, hoy, que parece un día repleto de ingenio, se suceden las frases que nuestro lotero no desea escuchar: “Uno que lleve un trece, que da buena suerte”, “uno que termine en sesenta y nueve, a ver si cae algo, usted ya me entiende”, “el que guardas para ti, pájaro”, “uno que no sea ni alto ni bajo”, “dame ese de ahí pero antes pásatelo por la chepa”, etcétera.
—Buenas —saluda un desaprensivo a eso de las doce y media—. Verá, estoy buscando unos números en particular, no sé si tendrá usted alguno de ellos…
—Pues dígame cuales busca —sugiere nuestro lotero intentando disimular el estrés del día.
—Pues necesito un número que termine en nueve, sabe usted…
—Muy bien —responde el lotero, más tranquilo ante una petición tan “normal” —. Pues tengo estos tres. ¿Cuál quiere?
—Pues ninguno de esos me vale, sabe usted. Es que necesito que termine en nueve pero ha de ser número primo.
—¿Primo? ¡Se está quedando conmigo! Porque le advierto que llevo una mañana que…
—No señor. En concreto quiero un número primo que termine en nueve pero que esté comprendido entre el mil diecinueve y el tres mil ciento nueve. Ambos inclusive. Es que, verá, he hecho un modelo matemático para dar con el número premiado y la probabilidad de que toque en uno de estos números primos es del noventa y siete coma tres periodo por ciento. Sabe usted. Así que…
—¡Pues no tengo!
—¡Pero si no ha mirado!
—¡Es que me sé todos los números que vendo de memoria! ¡Sabe usted! —Estas dos últimas palabras las dice con mal disimulado retintín, imitando al cliente—. ¡Y en este establecimiento no se venden números primos! ¡Está prohibido! ¡Ni se vende a “primos” tampoco!
—¡Oiga, sin ofender!
—Ni sin ofender ni leches… ¡Hala, aire! ¡Siguiente!
Y resulta que el siguiente es un servidor. Por supuesto, no creo en este tipo de sorteos, dado que de joven estudié en el instituto la asignatura de matemáticas, en concreto las lecciones sobre estadística y probabilidad, y gracias a estos conocimientos pude arrojar luz sobre el milagro que representa que te toque el Gordo por Navidad… Pero, como le pasa a casi todo el mundo, no puedo zafarme de ciertas obligaciones sociales que te fuerzan a emplear dinero en esto; aunque la mayoría de las veces sea una bonita forma de malgastarlo. Así que allí voy:
—Buenas, deme un décimo para Navidad —pido de manera aséptica.
—¡Tome! —me espeta el lotero, gruñendo como un rottweiler, sin preguntar cuál.
—Eh… Por favor, podría ser uno que terminara en cinco pero que no fuera muy alto —me arriesgo, en una acción que ya no es que sea audaz, es completamente suicida.
—¡Pues no! ¡No puede ser! ¡Se lleva ese si le gusta y si no puerta! ¡Lo toma o lo deja!
—Eh…
—¡¿Lo quiere o no?!
—Sí señor.
—¡Pues vamos, pagando y a otra cosa!
—Gra… Gracias —digo, por decir algo, mientras temo que al coger de mi mano los veinte euros el lotero me pegue un zarpazo.
—De nada… Y buena suerte.
Así que me marcho corriendo, intuyendo que ese décimo no solo no va a ser premiado si no que dado el cabreo del lotero puede ser que, además, lejos de haberme deseado buena suerte, me echara un mal de ojo infalible y, encima de no tocarme la lotería, finalmente me atropelle un coche, distraído, cómo voy, con estos lúgubres pensamientos. Así que, no sean tontos y empleen el dinero en comprarse un libro, que, si no lo leen, será igual de inútil que el décimo de lotería pero parece menos peligroso en fechas navideñas. Sabe usted…
Acabas de leer un fragmento del libro "Notas de Campo". Si quieres saber más sobre este libro, pulsa aquí.
Sobre el arriba firmante : https://www.amazon.es/Mario-Garrido-Espinosa/e/B01IPCIRI6 #MisNotasdeCampo
Otros enlaces que te pueden interesar:
Más artículos como este --> pincha aquí.
Libros de Mario Garrido --> pincha aquí.
Libros en amazon --> pincha aquí.
Reportajes sobre el autor:
Xataka --> Pincha aquí
El Confidencial --> Pincha aquí
コメント