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  • Foto del escritorMario Garrido Espinosa

Notas de Campo. ¿Cuál quiere?

Actualizado: 20 ago 2021


Imaginemos una administración de lotería al uso. El dueño, en adelante “el lotero”, inicia su jornada laboral. En concreto es lunes, con el fastidio que ello conlleva.

—Buenas —saluda el primero que entra—. Deme uno para el sábado.

—¿Cuál quiere? —pregunta cortés el lotero, sabedor de que es una pregunta que ha de hacer para generar confianza y, tal vez, fidelizar al cliente.

—Pues uno que toque.

Nuestro lotero, con oficio, obvia la tontería dicha por su interlocutor y saca un décimo de los que tiene debajo del mostrador y que no ha colocado de exposición.

—Ahí tiene. Buena suerte.

La mañana sigue su curso.

—¿Cuál quiere? —pregunta nuestro lotero al segundo que entra.

—Pues si puede ser, el premiado con el gordo —responde el otro, socarrón.

Es pronto. El lotero es un hombre templado. Con sus variantes retóricas ya ha escuchado esta “broma” unas cien mil veces. Hablamos sólo de este año. Pero, insistimos, es pronto. No son ni las diez de la mañana. Así que ni se inmuta.

—Ahí tiene. Buena suerte.

—¿Cuál quiere? —pregunta al quinto de la mañana.

—Uno con premio.

Nuestro lotero encoge los dedos de los pies en un acto reflejo, liberando la tensión que le provoca tanto “gracioso”. Pero sale de la situación con donaire y expresión afable.

—Ahí tiene. Buena suerte… El siguiente, por favor.

—Hola. Deme uno de esos de ahí. El que termina en siete.

—Muy bien señor —asiente con una sonrisa al tratar, por fin, con un cliente que sabe lo que quiere y no hace gracias de primero de preescolar.

—Seguro que usted sabe —comenta el del décimo terminado en siete mientras busca el dinero en su cartera— una cosa que me decía mi tío cuando era pequeño. Es un refrán: “De diciembre a enero…”

—“El dinero es del lotero” —completa nuestro protagonista apretando los puños con ganas de sacarlos a pasear—. Y día que pasa de enero, ajo que pierde el ajero. ¿Qué? ¡Sabía usted ese otro! Pues hala, cuando vea a un “ajero”, se lo dice de mi parte.

—Bueno, bueno, ¡qué humos…!

—¡Siguiente!

Y como suele pasar a partir de las once, ya se forma cola y los clientes van pasando uno detrás de otro sin descanso. Y, también sin descanso, hoy, que parece un día repleto de ingenio, se suceden las frases que nuestro lotero no desea escuchar: “Uno que lleve un trece, que da buena suerte”, “uno que termine en sesenta y nueve, a ver si cae algo, usted ya me entiende”, “uno que sea bonito”, “uno que no sea ni alto ni bajo”, “uno de los que te guardas para ti”, etcétera.

Y claro, llegados a este punto, a un servidor, que no cree en este tipo de sorteos dado que de joven estudió en el instituto estadística y probabilidad, pero que no puede zafarse de ciertas obligaciones sociales, le toca el turno.

—Buenas, deme un décimo para Navidad.

—¡Tome! —le espeta el lotero, gruñendo como un rottweiler, sin preguntar cuál.

—Eh… Por favor, podría ser uno que terminara en cinco.

—¡No, no puede ser! ¡Se lleva ese si le gusta y si no puerta! ¡Hala vamos, rapidito!

Así que pagas con miedo a recibir un zarpazo y te marchas corriendo, intuyendo que ese décimo no sólo no va a ser premiado si no que dado el cabreo del lotero puede ser que, además, lejos de desearte buena suerte, te echara un mal de ojo infalible y, encima de no tocarte la lotería, finalmente te atropelle un coche, distraído, cómo vas, con estos pensamientos. Así que, mejor, empleo el dinero en comprarme un libro, que parece menos peligroso.



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