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Mario Garrido Espinosa.

Libros de Aventuras: Bodas fastuosas


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En el capítulo 2 de “El Reino de los Malditos”, titulado “El pasado de don Higinio”, entre otras cosas se narra la pantagruélica boda de este personaje principal del libro. En la segunda y definitiva versión del libro se ha ampliado la descripción de los hechos con un soneto compuesto para la ocasión por un afamado poeta de la corte. Aquí tenéis el texto completo de la mayor boda nunca acaecida en el legendario e indómito reino de Gurracam; estáis todos invitados:

Terminados los festejos de la fiesta de Mayas, don Higinio Lopezosa hizo que lo afeitaran y cortaran el pelo en la mejor barbería de todo San Josafar. Una vez estuvo en la residencia de oficiales del cuartel general donde vivía en aquel tiempo, se bañó, sacó lustre a sus botas y se vistió con el impresionante uniforme de gala —cuyo primer diseño se decía que era obra del mismísimo Miguel Ángel— de los capitanes de su unidad militar.

«En perfecto estado de revista», pensó satisfecho mirándose al espejo, usando una elocución de su entorno.

Salió a la calle con su acostumbrado paso ligero, golpeando el suelo sin piedad a cada zancada. En quince minutos llegó a la casa de los señores de Ortega Villa de la Guindalera, duques de Sotopontoso y Luciergapo. Su intención era felicitarles formalmente por el nuevo reinado de su hija Escolástica Eugenia. Los duques, al principio temerosos de que aquel capitán viniera a arrestarles por cualquier injusticia —cosa harto frecuente en la ciudad—, quedaron primero aliviados y, después, fascinados con el porte, el brillo de las medallas, y la fina educación del joven y prometedor militar. Por supuesto, hicieron que saliera su primogénita para saludar al capitán y ella le reconoció al instante, sintiendo por todo su cuerpo un hormigueo que la llenó de placer. Cuando don Higinio le besó la mano, su corazón aceleró los latidos más de lo razonable. Casi se podían escuchar. A él sólo le bastó notar el temblor del cuerpo de la muchacha y el anhelo en el fondo de sus increíbles ojos azules para saber que iba a ser correspondido.

«Esto va a ser muy fácil», pensó sin dejar de mirarla, acariciándose la punta del bigote.

Ganada la confianza de los padres, y siempre con su permiso, el joven militar cortejó a Escolástica siguiendo todas las reglas que el decoro y las buenas costumbres dictaban. La mimada hija de los duques, día tras día, era agasajada con flores, piropos y promesas, que de ningún modo iban a ser incumplidas; y se sentía feliz, protegida y profundamente enamorada del aquel joven y guapo militar que de manera tan inesperada había llegado a su vida para cambiarla por completo.

El acto de pedir la mano de la hija de los duques llegó al poco tiempo. Y se fijó la boda para el primer sábado de junio de aquel mismo año, ya que coincidía con el segundo centenario de la batalla de las Charcas, que fuera una enorme victoria para Gurracam y cuyo tratado de paz, firmado en La Rábida de Tordesillos, anexionó al reino, entre otros territorios, el ducado de Sotopontoso y Luciergapo.

El enlace matrimonial fue casi tan sonado como el de un príncipe; de hecho, se murmuraba, no sin razón, que al banquete nupcial acudió el Rey Bartolomé III El Magnífico —haciendo durante la velada honor a su apodo— y la Reina Engracia La Tuerta, cosa harto rara ya que el monarca no permitía casi nunca que su esposa fuera vista en público, tal vez pensando que el mote podía degenerar en otro peor si la gente la veía más de cerca.

Los novios llegaron al altar mayor de la catedral de Baruc y Ezequiel, situada en la céntrica calle de la Arriería, montados en una carroza tirada por cuatro caballos percherones bellamente enjaezados, traídos expresamente del sur de Francia. El cortejo iba acompañado de oficiales a caballo y las calles cercanas a la catedral se adornaron con guirnaldas y estrechos gallardetes de todos los colores, dando a algunas avenidas el aspecto del terreno de una justa medieval.

La solemne misa, oficiada por el cardenal Luis Amalio Isidro Farnesio, venido desde Roma para la ocasión, duró casi cuatro horas y media y no acabó con la paciencia de la totalidad de los invitados de puro milagro. Con todo, se contaron por decenas los que desertaron en mitad de la empalagante eucaristía. Los prófugos salían disimuladamente al exterior, intentando hacer el menor ruido posible; envidiados, en general, por el resto de congregados. El oficiante, con la vista de lince que el Señor le había dado, los perseguía con la mirada y los anotaba mentalmente en su lista de posibles denunciables al Santo Oficio. En unos meses se celebraría un gran Auto de Fe en San Josafar y nunca estaba de más disponer de material de sobra para que el espectáculo quedara vistoso e hiciera el efecto deseado.

Uno de los que abandonaron la celebración fue el afamado poeta Blas de Doveque. Aguantó las primeras tres horas, aunque más de la mitad del tiempo se lo pasó dando cabezadas y recibiendo codazos de sus vecinos de banco, los cuales veían como terminaba apoyando la cabeza en sus hombros o como permanecía sentado cuando los ritos del culto obligaban a levantarse. Al comienzo del Credo emitió un ronquido tan fenomenal que hizo que todos a su alrededor le echaran un vistazo de reprobación. Hasta él mismo se despertó un poco ahogado, aclarándose la garganta. El peso de aquellas miradas y el dolor de cuello fueron suficientes para que se decidiera a salir.

La poesía de Blas era muy del gusto del Rey; por esta razón había sido invitado a la boda, al igual que otros personajes principales de la Corte. El escritor, que presumía de componer sonetos en “menos que canta un gallo”, según sus propias palabras, al día siguiente difundió el poema que había creado a propósito de la misa. Como cualquiera de sus composiciones sobre hechos de actualidad, fue comentado en toda la ciudad y alrededores.

Al soneto en cuestión lo llamó “Del excesivo y nunca visto casorio de los contrarios: Diablo y Divinidad” y lo incluyó en una colección de más de doscientos de estos poemas que publicó un año después con el pomposo título de “Crónica de lo extraño y lo sublime, con otros sucesos que acaecieron en esta Corte”. El libro, dedicado a uno de sus amantes secretos, don Jacinto de Barruentos, duque de Latterano, disfrutó de cierto éxito, debido en parte a la jocosidad de la mayoría de sus versos y a la descarnada crítica que hacía sin ningún disimulo de algunas decisiones de gobierno y de ciertas personas famosas por su cargo. Cuando don Higinio se enteró de que su boda, su amada y él mismo eran mentados en el volumen, emboscó una noche en una calle solitaria al poeta y, agarrándole fuertemente del cuello, lo amenazó con matar a su amante de la peor manera.

«Y tenéis suerte de ser tan buen amigo de su majestad —susurró don Higinio al poeta, justo antes de soltarle—. De otro modo, hace horas que estaríais muerto. Y no habría sido una buena muerte.»

Al poeta sólo le quedó el susto y un fuerte dolor de garganta que le duró una semana. Pero el lance hizo su efecto y en pocos días el editor quitó el poema de la colección y ya nunca más volvió a formar parte de las siguientes publicaciones o ediciones del libro. Con todo, los versos del soneto no llegaron a desaparecer de la memoria de los habitantes de San Josafar, que para la burla y el insulto siempre tenían muy buena disposición. Así, con algunas variantes, durante mucho tiempo, se pudo escuchar por tabernas, plazas y ferias el soneto de la boda interminable.

Casose una pareja que no alabe:

Él, alguacil, el peor de los nombrables;

y ella, bella de las más memorables.

¡Dios castigó con rito sin acabe!

¿Cuántas horas perduró? No se sabe.

¿Cuántos “amén” dijeron? Incontables.

¿Plegarias y ofrendas? Innumerables.

¡Más aguante y resistencia no cabe!

Eucaristía absurda y superlativa.

Monotonía y fastidio sin medida.

Ostentación y verborrea excesiva.

Los novios sentíanse muertos en vida.

Más los santos, actitud fugitiva,

aun de mármol, ansiaron su partida.

Y como si la eucaristía descrita en el soneto hubiera sido una especie de cuaresma, cuando terminó y se abrieron las puertas de la catedral, los alrededores se convirtieron en una fiesta donde se repartieron cestas de comida y veinte toneles de vino joven gratis para todo aquel que quisiera brindar por la buena salud de los recién casados. Todo este dispendio fue un regalo de la familia Ortega Villa de la Guindalera para la ciudad, se decía que por insinuación directa del poderoso —y peligroso— valido del Rey, Antonelli Caprarola, conde de Medina-Olivares. Y como los duques no pudieron rechazar tan altas “sugerencias”, las celebraciones se prolongaron también al día siguiente, domingo, aunque no todo el mundo participó de ellas, pues en San Josafar se tenía a don Higinio por el más cruel y despiadado guardia alguacil que se había conocido; y muchos de los vecinos de la capital habían tenido la desgracia de mantener algún desagradable encuentro con él o con alguno de sus subordinados. Por tanto, aunque el vino regalado era un fuerte reclamo, muchos prefirieron estar lejos y no enturbiar con su presencia el enlace de semejante personaje; por si luego había consecuencias inesperadas.

Los padres de Escolástica Eugenia, que también sufragaron la parte privada de los festejos, bailes y convites en honor de su hija y su marido, mermaron considerablemente su fortuna con los gastos de la fiesta; pero, con independencia de las obligaciones para con el pueblo que nunca habrían salido por su propia voluntad, hicieron aquel gasto con gusto, pues estaban orgullosos de aquel esposo que habían proporcionado a su primogénita.

«La hemos casado bien, Mauricia —le decía el duque a su consorte—. Podemos estar satisfechos.»

Pero esta opinión se esfumó el día que vio la luz la primera hija fruto del matrimonio, Irene, que por expreso capricho de don Higinio Lopezosa, no llevaría ninguno de los apellidos de la familia Ortega. Esto generó fuertes discusiones entre el duque y su yerno, que en general se zanjaban a la manera violenta del joven capitán.

—Don Antonelli Caprarola es buen amigo mío —amenazaba el duque—. Le contaré lo que pretendéis y pondrá cordura en este asunto.

—No tenéis el valor suficiente para hacer eso que decís —le reprochaba su yerno—. Además, mentís: no sois tan buen amigo del valido, sin embargo yo sí tengo amigos importantes que me deben favores; su majestad el Rey, por ejemplo. Pero yo no gusto de pedir favores a nadie cuando puedo resolver yo mismo la cuestión. —Aquí siempre hacía una pausa y miraba fijamente a su suegro; entornando los ojos, retador—. Estoy seguro de que me entendéis.

A partir de entonces las reuniones del militar con los duques fueron esporádicas y, en el mejor de los casos, cortas. A pesar de este distanciamiento con sus padres, Escolástica Eugenia fue muy feliz en su escaso tiempo como casada, pues aunque era legendario el mal carácter de su marido, éste nunca fue brusco con ella, ya que la amaba con locura, casi con un fervor religioso; y sus malas e imprevisibles maneras se las guardaba para los delincuentes, la soldadesca y el acuartelamiento donde trabajaba.

Por desgracia, seis años después de la boda más espectacular de su siglo en el reino, Escolástica Eugenia fallecía.

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