Aquel día me levanté muy temprano. Más que cuando me tocaba ir al colegio. Sin embargo, no me constó nada el hacerlo. La motivación era muy distinta. Había preparado la bata a los pies de la cama, como si ir a la silla a por ella, donde la solía dejar, a un metro y medio más de distancia, fuera un tiempo perdido que no pudiera permitirme aquel día tan señalado. Me puse la prenda de cuadros muy deprisa y até la cinta de la cintura con doble y apresurado nudo. Igual que si me atara mi cinturón blanco de yudo. Salí al salón muerto de frío y encendí la luz. El corazón me latía a trescientos por hora.
Lo que suponía había ocurrido. Me lancé hacía el motivo de aquel madrugón como un bárbaro a su presa.
—Pero Mario, ¡¿Qué haces ya levantado?! —me dijo mi madre, saliendo algo enfadada de su habitación—. ¡Son las cinco de la mañana!
—Pero mira —respondí como si la pregunta fuera una completa tontería — ¡Ya han llegado!
Era la mañana 1979 y los Reyes Magos habían dejado un montón de regalos en el salón de casa. Entre otras cosas, un tanque teledirigido con un mando que se acoplaba al juguete con un cable, el helicóptero y el jeep de los Geyperman, clips de Famovil en su versión cowboys, un estuche para el colegio, pinturas Alpino… y un pijama.
—Pero, ¿yo no he pedido esto? —protesté, cogiendo la prenda como si fuera tóxica.
—Ya, pero Baltasar sabía que te vendría bien.
—Pero no veo por ningún lado la tele portátil…
—Es que eso no es un juguete. Lo Reyes Magos no traen televisiones… Sólo cosas para los niños.
—Pero esto tampoco es un juguete —desmoté los argumentos de mi progenitora, inflexible, señalando el pijama.
—Anda, ¡a la cama ahora mismo! —ordenó mi madre cogiéndome de la mano y tirando de mí—. Que todavía es de noche —indicó como si eso fuera un problema viviendo en una casa con suministro de luz eléctrica—. Cuando sea de día podrás ver lo que te han traído los Reyes. Venga, ¡a la cama!
Y volví a mi habitación cabizbajo. Por supuesto, no pude dormir. Pensé en el extraño asunto de la tele portátil. El noviembre pasado mis padres habían decidido adquirir uno de estos aparatos que se habían puesto de moda. Por supuesto, hablamos de aquel televisor que mostraba las imágenes en blanco y negro y venía provisto con dos antenas telescópicas cuya eficacia era más que mejorable; de hecho, siempre he supuesto que eran una herramienta del tipo “placebo” para que el televidente no perdiera nunca la esperanza de encontrar alguna señal; en vano casi siempre.
La idea era poner el aparato en la zona del salón, separada por una mampara, donde solíamos almorzar o cenar. Y poder llevárnoslo al camping en las vacaciones de agosto, porque para eso era una tele portátil. Así que fuimos a un decomiso del centro de Madrid a ver modelos. La que más les gustó fue una de la marca Sharp, con su botón para el UHF (el segundo y último canal de la época) y que costaba en torno a las diez mil pesetas de entonces, que no era poco. Revisada la economía familiar y sus circunstancias, se decidió dejar la adquisición para más adelante.
—No os preocupéis —tranquilicé, siempre resolutivo y atento a los avatares familiares—. Se lo pido yo a los Reyes Magos y ya está.
Mis padres no terminaron de ver viable la propuesta y me argumentaron de mil formas lo poco oportuno del asunto. No me convencieron y, a escondidas, registré con mi mejor letra la correspondiente petición en la carta que echamos al buzón de Baltasar. ¡Menuda sorpresa se iban a llevar mis padres el 6 de enero! Pero, como vemos, la televisión no llegó con el pedido. Algo había fallado.
Resignado con la evidencia, seguí esperando a que amaneciera y, apenas empezó a entrar la primera luz del alba por la ventana, o imaginé que entraba, salté de la cama como un resorte. Mis padres se despertaron con mis andanzas pero, esta vez, me dejaron hacer. Además, mi hermano mayor también salió a ver sus regalos. Así, los dos nos hicimos fuertes y mis padres terminaron por salir también. Como cada año, presenciaron con una sonrisa, entre otras cosas, la cara de felicidad de sus hijos.
Aunque yo seguía algo mosqueado. Rebuscando por el salón encontré alguna otra cosa que no figuraba en mi detallada carta, llena, me temo, de faltas de ortografía. Quizás este fue el problema para que no estuviera la tele. Se habían equivocado con según qué regalos. Quizás el televisor estaba en una casa donde esperaban un pijama…
—¡Aquí hay cosas que yo no he pedido! Y algunas que he pedido no están, como la tele —protesté machacón ante aquel flagrante incumplimiento de contrato. Nótese que no había egoísmo en mi contrariedad. La tele portátil, en realidad, no era para mí; era un activo necesario para toda la unidad familiar. Con mi petición, quizás renunciando a otras cosas, miraba por el bienestar de todos. Pero mi buena y altruista acción había fracasado.
—¡Mira qué cuento más bonito te han traído! —me indicó mi madre, mientras me daba un ejemplar de “El camello cojito” de Gloria Fuertes.
Revisé impasible el libro de poemas con sus dibujos infantiles. No me gustó. Quizás, si hubiera sido un cómic, lo habría adoptado enseguida… Pero no era el caso. Me mostré inflexible. Casi ofendido. Ese libro no formaba parte de mi lista. Y el pijama tampoco, ya puestos a decirlo (otra vez) todo.
Así que me centré en los juguetes deseados. Pusimos las pilas en el tanque y a jugar.
Acabas de leer un fragmento de una de las 33 "Nostalgias Pretéritas". Para saber más, pincha aquí.
Otros enlaces que te pueden interesar:
Más artículos como este --> pincha aquí.
Libros de Mario Garrido --> pincha aquí.
Libros en amazon --> pincha aquí.
Reportajes sobre el autor:
Xataka --> Pincha aquí
El Confidencial --> Pincha aquí
Comments