Al siguiente año, mis padres me aleccionaron para que pidiera menos cosas a los Reyes Magos.
—Piensa que los pobres tienen que repartir muchos regalos a todos los niños. Y, a lo mejor, no da tiempo a repartir todo. Que ahora sois muchos más niños. No hay que ser egoísta. Que tú ya eres muy mayor.
Desde mi posición “muy mayor” de ocho años me mostré suspicaz ante ese extraño dato demográfico. ¿De dónde se sacaban mis padres ese supuesto aumento de la natalidad? ¿Es que Melchor, el que parecía más sabio y viejo, no preveía estas cosas dada su experiencia? Además, no terminé de entender qué tenía que ver la magia con la logística en cuanto a la entrega de paquetería durante la noche de Reyes. Los tres sabios se las habían apañado siempre bastante bien. Para eso eran magos. Y de los buenos. Y, por otro lado, para zamparse lo que les dejábamos los niños durante la citada noche no parecía haber ningún problema, por más que ahora tuvieran que comer y beber mucho más, dado el “inesperado” aumento en la clientela.
En referencia a este tema de la intendencia, en mi casa se solían dejar tres copitas de anís y un polvorón o mazapán por camello. A veces las dos cosas. En verdad eran magos los tres astrólogos de Oriente, ya que no dejaban ni una gota a la mañana siguiente y si echamos cuentas de todo el anís (y otros licores que las familias les dejaban, según la costumbre de cada cuál) consumido tras su paso por cada domicilio de España, tenemos que colegir que eran, no sólo magos, si no unos tipos muy duros. En cuanto a los nobles camélidos que les servían de vehículo, supongo que harían buen uso de las reservas de agua de sus jorobas para comer tanto mantecado sin acabar con la boca como un estropajo; por no hablar del estómago. Porque no dejaban ni el papel en el que venían envueltos. Es lo que tiene los seres mágicos, no están sujetos a las miserias que sus cuerpos imponen a los mortales al uso.
n fin, me resigné a conformar una lista de mínimos, pero quizás con mejor género… así que me decidí a pedir la bicicleta. Escribí la carta con mi madre delante.
«Queridos Reyes Magos. Dos puntos y aparte. Quiero una vici…»
—¡Pero Mario! ¡Bicicleta es con b!
Miré a mi madre como si aquello no tuviera mayor importancia. Los Reyes Magos, que eran del sector, sabrían a qué me refería perfectamente. Pero cómo la vi inflexible, usé un viejo truco escolar para estos casos: alargar la uve por un lado hasta convertirla en una “b”.
—¡Hala, ya está!
A mi madre no le gustó mucho el ardid pero, he de reconocer, que no he vuelto a escribir nunca en mi vida bicicleta con uve.
Con la carta rellenada nos fuimos, como procede, a dársela en persona al Rey Baltasar, que, a según qué horas, junto a sus colegas, solía pasar audiencia en el Centro Comercial de San Ignacio.
Esta vez no hubo equívocos y me trajeron una bicicleta —con “b”— de las que comercializaba la marca BH. Con sus dos ruedas axilares y todo para aprender a usarla con el menor número de caídas.
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