Un año después, ya andaba con la mosca detrás de la oreja, pero dados los resultados, casi siempre favorables, tampoco quería ahondar en el tema. El telediario de televisión española —el único que había—, donde se contaban las noticias de todo el mundo, donde aquello que decían era la verdad de lo que estaba pasando, donde no había ningún motivo para pensar que mintieran o tergiversaran la información que daban… en los días anteriores a la Epifanía, nos proporcionaban abundantes datos sobre la llegada de sus Majestades, de los trabajos en los almacenes reales, del ajetreo en el Servicio de Correos de Oriente, de los preparativos de la cabalgata, de la recepción por parte del Alcalde de Madrid… Por tanto, lo razonable era pensar que no podía haber ni rastro de sospecha. El telediario desmentía cualquier habladuría, conspiración o maledicencia sobre los tres sabios reales. Quizás el Baltasar que me había cogido la carta no se parecía al de la tele; y, además, podría pasar por un tipo pintado de negro en ambos casos. Pero, ¿quién era yo para disertar sobre el color de la piel de un mago y de su capacidad para tomar aspectos distintos? Insisto, desde un punto de vista práctico, lo importante en este caso eran los resultados…
A pesar de estos pensamientos contradictorios, empecé a sospechar de cierto uso raro que se daba al armario de la habitación de mis padres. En un descuido, acudí a observar sobre el terreno que se cocía allí. Y vi paquetes escondidos. Era justo lo que pensaba: los Reyes Magos iban ocultando los regalos por las casas para así adelantar trabajo la noche del reparto. La magia no está reñida con una buena planificación de las tareas. Y adelantar trabajo siempre es una opción encomiable dentro de la corriente filosófica de las Buenas Prácticas.
Bueno, la verdad es que no pensé esto como primera explicación, pero me pareció la solución al misterio que más me convenía. Así que no le di más vueltas al asunto, no fuera que malinterpretara las distintas evidencias irrefutables que iba encontrándome o que contaban en el colegio ciertos niños malvados, soplones y difamadores.
Y llegó el 6 de enero y me trajeron carbón. De ese que es dulce, azúcar puro, pero que, en realidad, es amargo como la hiel.
Aunque mis padres solían decir que era un niño muy malo, y a pesar de mis recientes “pecadillos” en aras de mis investigaciones, en general mi comportamiento durante los doce meses precedentes había sido el conveniente. Además, tenía pruebas documentales de mi buena gestión durante el año: las notas del colegio. Notables y sobresalientes en todo, menos Educación Física. Más de lo segundo que de lo primero. Una media de nueve para arriba… Sus Majestades de Oriente habían consultado mal sus archivos y, en consecuencia, habían cometido una injusticia terrible.
Reconozco que se me escapó alguna lagrimilla. Más de rabia que de pena. ¡Me habían traicionado! ¡Todo mi esfuerzo del año echado a perder! Quizás los Reyes Magos me estaban enseñando una importante lección para el futuro si me quedaba en España: “Si te esfuerzas mucho en tu trabajo, no recibirás ningún estímulo por parte de tu empleador y, seguramente, nada de lo que se te había prometido”. Una dura lección que comprobé en mis carnes muchas veces ya de adulto.
—Mario… ¡Mira lo que hay aquí! —Me avisó mi padre, llevándome a un sitio donde habitualmente no solían dejar los regalos sus Majestades.
Allí estaban mis peticiones, que este año eran también pocas, siguiendo con la corriente reduccionista de las últimas temporadas. Y también estaban las cosas que no había pedido: ropa y zapatillas Yumas de deporte para el colegio… esos artículos que se sacaban de la manga los tres astrólogos todos los años. Seguro que era cosas de Gaspar, que parecía el más joven de los tres y el más gamberro.
—¡Ahí está todo lo que pediste! Lo del carbón ha debido ser una broma que te han gastado los Reyes Magos —intentó excusar a sus Majestades mi madre.
«¡Pues maldita la gracia!», pensé yo, seguramente, empleando otra expresión más acorde a mis pocos años.
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