No debió pasar mucho tiempo hasta que mis padres me contaron una revelación fundamental sobre los Reyes Magos. No diré cual es porque habrá quien defienda que no es del todo cierta, sobre todo, si es infante y todavía tiene su cabeza preparada para entender y admitir la magia. Por no dejar al lector en total desconocimiento, diré que al menos a mi humilde casa los Reyes Magos no venían nunca. El trabajo de adquisición, transporte, custodia, mantenimiento y colocado de los regalos el día de autos corría a cargo de otra entidad, que, al parecer, no era una subcontrata. En realidad, la referida entidad se dedicaba a la misma actividad que sus Majestades, aunque tampoco se puede decir que fueran la competencia. Algo así como una cesión sin ánimo de lucro de parte del trabajo.
Ya me había parecido sospechoso lo del armario y lo del carbón. Ahora todo parecía encajar, aunque fuera para mal. La historia oficial era infinitamente mejor, pero así es la vida. En general, lo feo es lo verdadero.
Me resistí a la idea unas horas y días y lloré contrariado, mezcla de incredulidad y de un sentimiento de necedad. Me sentía un poco tonto por no haber querido reconocer la verdad del asunto. Finalmente, los niños malignos de los cursos superiores difundían una versión bastante más fidedigna que la oficial. También pensé en el esfuerzo monetario que habían hecho estos sustitutos en los años precedentes. Y arrojé luz sobre el asunto de la ropa y el material escolar no deseado. Y también entendí lo de la corriente reductora en la lista de regalos y el misterio de la tele portátil que, finalmente, se adquirió seis meses después de aquel día que se fue a buscar al decomiso. Se pagó, como era costumbre, en comodísimos plazos. Por cierto, de todas las televisiones que ha comprado mi familia o yo mismo es la que más años duró. Y es que la obsolescencia programada todavía no se había inventado.
Ya superado el shock inicial, decidí mantener la versión oficial siempre que me encontraba con algún niño menor que yo. Nunca actuaría como los chavales mayores de los cursos superiores que contaban según qué cosas con el ánimo de hacer daño o interrumpir de la peor manera una de las ilusiones más grandes que puede experimentar una persona a lo largo de su vida. No, yo continuaría con el complot, usando mi verbo ágil y mi inquieta imaginación, si hacía falta, para documentar convenientemente la actividad de sus Majestades de Oriente ante cualquier duda que surgiera en mi interlocutor. Como se puede apreciar en este texto, aún lo sigo haciendo. Al fin y al cabo, hay veces que hace casi más ilusión estar en un lado que en el otro.
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