El polideportivo de Aluche es un espacio enorme por el que de una manera u otra hemos pasado toda la gente del barrio. En mi memoria hay muchas historias ambientadas en este recinto, siempre, lógicamente relacionadas con el deporte, aunque de manera secundaria, dado mi sesgado historial deportivo. Para no liarnos intentaremos contar las más destacadas de manera cronológica y separada, tal ha de ser nuestro nivel de abstracción:
I - Natación.
En el polideportivo había varias piscinas de verano y una de invierno que llamábamos “la climatizada”. Tras este inquietante nombre se escondía una pileta separada de las demás, emboscada en un pabellón cuyos cristales siempre se mostraban empañados por el vaho de dentro. A tan siniestro lugar me llevaron mis padres a mis cinco años para que aprendiera a nadar. Con mi bañador “Turbo” negro con bandas laterales blancas, última moda del momento, me vi a merced de un ogro que, bajo un turbador disfraz de profesor de natación, imponía su disciplina a los nuevos nadadores. Respondía al bélico apellido de Cerezal.
Al parecer, ni el entorno ni el duro profesor terminaron de convencerme, así que en cuanto podía me salía de la piscina y me escapaba corriendo.
—Ya he terminado —argumentaba como defensa cuando era pillado in fraganti en los vestuarios o incluso en el vestíbulo. Teniendo en cuenta que la clase había empezado hacía diez minutos, mi coartada no se sostenía, así que mi madre, tras abortar mi evasión y regañarme sin atender a mis justas razones, me volvía a meter en la zona climatiza y, vestida de calle (con los calores consiguientes), se quedaba vigilándome para así intentar que una vez en el agua no volviera a salirme.
Mis padres dicen que era un niño muy malo —por estas aventuras acuáticas y muchas otras cuya veracidad y leyenda sería bueno contrastar—, pero en este caso creo que sólo se trataba de puro instinto de supervivencia: el profesor era un tirano, en la piscina no hacía pie, por todo salvavidas me daban un corcho naranja que había que agarrar con las dos manos para intentar avanzar con los pies, tragaba más agua de la que mis infantiles pulmones podían albergar… Y todo esto, no lo olvidemos, ¡sin saber nadar! Lo natural era salir de la pileta y ponerse a salvo. Es de manual.
No duraron mucho las clases. Mis progenitores decidieron no llevarme más. Tiempo después, en diferentes sesiones con mi padre, hermano mayor y algún primo, ya fuera en otra piscina o en el mar que bañaba nuestros veraneos, aprendí a nadar sin mayores problemas. Cuestión de confianza.
II - Días de piscina.
Siendo niños, durante las vacaciones de verano, íbamos de vez en cuando a las piscinas al aire libre del polideportivo. En general acudíamos un grupo formado por mi madre, mi hermano y yo, junto con Loli y sus hijos. Era uno de los días más felices durante el estío en Madrid.
En las taquillas trabajaba Mari Carmen, una sobrina de mi madre que, por azares y piruetas familiares tenía más edad que mi progenitora, que era su tía. Los niños, sin entrar en estas liosas excepcionalidades dinásticas, saludábamos efusivos a la taquillera. Incluso entrábamos a dar besos si hacía falta. Tras tan cálida bienvenida y las conversaciones rápidas y banales de rigor, Mari Carmen hacia la vista gorda y nos dejaba entrar de la manera más barata que existe. A los siete que éramos, que se dice pronto. “Hoy por ti, mañana por mí”. Pequeñas licencias que nos permitíamos en aquella época. Y que, a decir verdad, intentamos permitirnos también en cualquier otra, imitando las sabias costumbres de nuestros antepasados.
Una vez resuelto el trámite de la entrada, caminábamos hacia la zona del recinto habilitada con mesas a modo de merendero. El olor a cloro, a piscina, hacía que los niños apretáramos el paso para encontrar un sitio donde instalar el “campamento”. Nos quitábamos la ropa como si no hubiera un mañana (el bañador ya lo llevábamos puesto) y, tras darnos crema protectora, empezábamos como locos la jornada de baños.
Había varias piscinas. Algunas me estaban prohibidas, debido a que cubría demasiado. En concreto una que llamaban “la olímpica” y otra que tenía islas y puentes en su diseño. En las que nos bañábamos principalmente eran en las piscinas “gemelas”. Se trataba de dos piletas enormes, de distinta profundidad, separadas por un puente. Entre la una y la otra pasábamos casi todo el día con nuestros juegos y tontunas acuáticas. Hasta que se nos arrugaban las manos.
Luego también había una pileta rodeada por una valla y unos enormes chopos centenarios, que en su abandono tenía un aire melancólico y misterioso. Era una piscina de saltos y contaba con un trampolín que, a varias alturas, debió tener un pasado atlético y heroico. Pero había una leyenda urbana del barrio que contaba que varios saltadores se habían matado allí y por eso se desecharon las instalaciones, abandonándolas. El descuido del lugar, las estructuras herrumbrosas y algún escombro le daba cierto aire fantasmal. Siempre pasábamos de largo casi sin mirar, no fuera a ser que algún espíritu de aquellos supuestos saltadores muertos estuviera acechando.
A las dos de la tarde comíamos como fieras la tortilla de patatas y el filete de pollo empanado que nuestras madres amorosamente habían preparado por la mañana, antes de ir a las piscinas. La comida estaba fría pero sabía a gloria tras toda una mañana en el agua. Luego había que respetar las dos horas de digestión que siempre fueron de obligado cumplimiento en mi niñez. Durante este tiempo se jugaba a las cartas. En particular, las partidas que más éxito cosechaban eran las dedicadas a la “perejila”, que era un juego donde la sota de oros (la perejila) ejercía de comodín y que al tener unas reglas tan básicas, resultaba ideal para el consumo infantil. También le dábamos al “cinquillo”, al “mentiroso” y al “pum”. Las dos horas de digestión se pasaban volando. Un día, un abuelete de la mesa de al lado se nos unió a la partida y luego nos enseñó a los niños unos cuantos trucos de magia con la baraja. Yo no he olvidado esos trucos, pero lo más curioso de la anécdota era la confianza y buena convivencia vecinal que disfrutábamos. Todo eso se ha perdido en el Madrid actual. De hecho, con los años, las piscinas del polideportivo de Aluche se llenaron de gitanos y se empezó a hablar de robos y situaciones incómodas, con sucedidos bien detallados acontecidos a según qué vecinos que conocíamos de vista… Todas aquellas historias, fueran verdaderas o no, generaron un efecto inmediato: Nunca más volvimos.
III - Patinaje Artístico.
En los tiempos del bachillerato teníamos una compañera que practicaba el patinaje artístico, en su modalidad patines de ruedas (no sobre hielo), en el polideportivo. Era rubia, atractiva, risueña, simpática, cariñosa y tenía el cuerpo de una patinadora. Nosotros éramos quizás todo lo contrario, pero eso no impidió que empezáramos a coger afición por este deporte tan alejado, en principio, de otros más de nuestra cuerda, como el baloncesto o el boxeo. Vete a saber por qué… Aunque creo que las urgencias propias de la adolescencia tuvieron mucho peso en el asunto.
Acudíamos los amigos del instituto de entonces: Ernesto, Luis, Julio y la pelirroja Cristina, esta última porque rondaba a Luis, no tanto por ver las evoluciones de Eva, la patinadora, que sospecho que no le interesaban demasiado. Con independencia de los logros personales que cada uno pudo conseguir con estas acciones, todos coincidíamos en meternos con la pareja de Eva en la pista de patinaje. El muchacho, al que recordamos amanerado y teatral, aunque quizás no era ninguna de las dos cosas (sólo eran exigencias de su deporte), fue motejado sin piedad con el cruel “Robertito Rodamientos”. Lo que en Eva nos parecía habilidoso y estilizado, en Robertito nos resultaba ridículo, tal era la “hombría” mal utilizada que nos gastábamos. Por supuesto, el señor Rodamientos, en virtud del ensayo de las distintas coreografías, accedía al cuerpo de Eva en todas las formas y zonas permitidas, que eran muchas… o quizás todas. Mientras, los demás mirábamos envidiosos. Y es que para poder hacer “algo”, no basta con desearlo, hay que poder hacerlo. Esa era la enseñanza que quizás Robertito nos intentaba inculcar de manera infructuosa desde la pista de patinaje.
Acabado el patinaje del sábado, los cinco dábamos una vuelta y hacíamos cosas propias de la edad. Con el tiempo nos distanciamos aunque, necesariamente, nos seguíamos viendo todos los días en el “María de Molina”, nuestro instituto de BUP y COU. La universidad, que nos condujo a cada uno por caminos distintos, disgregó el grupo.
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