El cine de barrio San Ignacio era un local bastante grande. En aquella época las multisalas y sus inaceptables estrecheces no se habían inventado. Así, el local contaba con una enorme pantalla para la época (más que la mayoría de los cines de estreno de la Gran Vía), que se escondía detrás de unas cortinas, como si fuera un teatro. Cuando se descorrían y la luz se iba apagando poco a poco, sabíamos que era el momento en el que empezaba la magia.
El cine estaba ubicado en un lateral del Centro Comercial del mismo nombre. Era la definición exacta de un cine de barrio. Pagabas por ver dos películas y si la primera la pillabas empezada podías ver lo que te faltaba después de terminar la proyección de la segunda, ya que volvían a echarla. Las películas llevaban ya seis meses estrenadas o más cuando llegaban al cine y solían intercalar una superproducción tipo la última de James Bond (hablamos, por supuesto, de las que interpretó Roger Moore) con una de Pajares y Esteso, de Bud Spencer y Terence Hill o de Bruce Lee. Algo muy equilibrado. Pero a veces se descolgaban con un programa doble irresistible, como por ejemplo “Rambo” y “Conan el Bárbaro” en la misma sesión; una detrás de otra. Un lujo.
Hubo unos años que, antes de empezar con la primera proyección, nos regalaban una aventura de Mortadelo y Filemón sacada de la película de dibujos animados “El armario del tiempo”. Casi siempre era la misma y el celuloide y el sonido iban perdiendo calidad de manera muy apreciable. Pero esos rayajos en mitad de la imagen y los cortes cada vez más frecuentes hacían entrañable la historia que, a fuerza de verla durante meses, ya te sabías de memoria. Cuando empezaban las letras tenías la esperanza de que fuera una aventura nueva, pero eso rara vez ocurría. Justo antes nos martirizaban con anuncios publicitarios, fea costumbre que sigue ocurriendo en la actualidad en los cines de estreno y que poca gente entiende, habida cuenta de los desorbitados precios de las entradas. Pero volvamos al pasado: en el cine San Ignacio la distribuidora de esta indeseada publicidad tenía por nombre “Movirecord” y su musiquilla y forma de decir la marca creo que se nos ha quedado en la cabeza a todos los vecinos del barrio. Ahora mismo la estoy cantando mientras escribo.
En el intermedio entre película y película ponían el clásico fotograma con la orden “visite nuestro bar”. Casi todo el mundo salía al vestíbulo, ya fuera a la barra o a los servicios. Para llegar a estos últimos había que bajar unas sórdidas escaleras tipo mármol que te adentraban en un frío submundo donde la limpieza era discutible y mejorable. Siempre había que esperar cola entre apreturas y olores. Por mi parte, solía aguantar hasta hacerlo en casa. Al fin y al cabo, al colegio y al cine hay que ir con ciertas necesidades resueltas.
Durante la semana era obligado consultar las carátulas de las películas que el cine ponía junto a la entrada principal y en lo alto de una de los accesos al Centro Comercial. Aquellos carteles, que eran verdaderos obras de arte pintadas con técnicas propias de un cuadro, servían para tener la pequeña ilusión de, quizás, poder volver a la semana siguiente a la sala a ver “Terminator” o “Los Inmortales”, pongamos por caso. Y es que la clasificación por edades de las películas no se respetaba en absoluto. Si pagabas la entrada, pasabas sin más.
Al principio iba con mi abuelo o con mi madre y su amiga Loli y sus hijas. Las esforzadas mujeres cargaban con todo tipo de cosas para solventar cualquier eventualidad durante la proyección: agua, la merienda, chucherías, pañuelos. Supongo que el espectador que le tocara a nuestro lado, sería víctima de tanta actividad y no podría disfrutar mucho de la proyección. Qué le vamos a hacer. En cualquier caso, eso duró poco, ya que no pasó mucho tiempo hasta que empecé a ir sin la compañía familiar; al fin y al cabo, mi abuelo conocía a los acomodadores, que eran del barrio y de algún modo el cine era un lugar totalmente seguro, doméstico, como estar en casa.
Muchos jueves iba al colegio por la tarde, a cinco minutos del cine, con la merienda en la cartera. Con bastante impaciencia, los amiguetes del momento y yo pedíamos permiso al profesor para marcharnos diez minutos antes y así poder salir pitando al cine. Solíamos llegar un poco antes de las cinco de la tarde a la taquilla y pagábamos las 75 pesetas que costaba la entrada de los jueves, por ser el día del espectador. Una vez dentro y sentados donde al acomodador le daba la gana, ya que no eran sesiones numeradas, nos pasábamos toda la santa tarde en el cine. Hasta las nueve y algo de la noche.
Fue en el cine San Ignacio donde vi, totalmente apabullado, como un enorme destructor imperial pasaba casi por encima de mí cabeza al comienzo de “La Guerra de las Galaxias”. Tendría 7 años. También volé con Superman cuando proyectaron la insuperable versión que hizo Richard Donner de las hazañas de este superhéroe. Tendría 9 años. Y aluciné con la que se convertiría en la mejor película de aventuras de todos los tiempos (con permiso de su segunda parte): “En busca del arca perdida”. Tendría 11 años.
También tuve mis reveses. Fue imposible entrar a ver “Los Cazafantasmas”. Parecía que todo el barrio se había congregado allí. La cola serpenteaba por todo el Centro Comercial, rodeando la panadería, la carnicería y casi cualquier establecimiento… Seguramente hubo algún problema en taquilla porque una cola así nunca se había visto. Mala suerte.
Y es que en aquel tiempo no había video-club ni internet, la televisión contaba con dos canales únicamente y las películas que echaban tenían diez años o más —lo que no las hacía malas, necesariamente— y, por supuesto, la piratería informática no se había inventado. Así que fue en aquella sala abarrotada, en la que era obligado aplaudir cuando el bueno ganaba, ya fuera en el patio de butacas o en el primer piso, donde aprendí a amar el cine.
Pero todo se acaba. En sus últimos tiempos volvían a repetir películas antiguas, dejaron de comprar nuevas… Las instalaciones se deterioraron, la gente dejó de acudir y terminó por cerrar. En su lugar pusieron varios salones de bodas bajo el nombre “Cesar Palace” y una discoteca “Clip”; tal era el tamaño del local que ocupara el cine. Ambas cosas fracasaron al cabo de los años. Hoy hay un restaurante de dos pisos y un supermercado de una cadena de tantas. Una lástima.
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