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Mario Garrido Espinosa.

Libros de Viajes: La épica en los viajes


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En los viajes se dan a veces episodios épicos dignos de una mitología antigua. Quizás esté exagerando un poco, ya lo sé... pero aunque la cosa nuncan fuera para tanto, el viajero experto (y fabulador) siempre se encargará de mitificar su aventuras todo lo que su imaginación y lírica le dejen. No digamos si, como en mi caso, es un escritor de los que a veces le da a ese género llamado "Relato de viajes". Pues dicho esto, aquí os dejo un pasaje de "Los viajes del cambio de siglo. Pirineos" donde se relata uno de esos episodios épicos en el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, del que quizás se cantarán canciones pasados los siglos...

Los tres aventureros se propusieron, como comienzo de la jornada senderista, subir la Senda de los Cazadores. Y a ello se dispusieron con buen ánimo; o no.

—Bueno, ahora señores, despacito y buena letra —dijo misterioso Luisito, conocedor del ascenso que les esperaba.

—Cada uno a su ritmo... Y arriba, en el mirador, ya nos encontraremos —planificó Pepe, también sabedor de los rigores de la hazaña que tenían por delante.

Un cartel indicaba que la travesía era peligrosa. No les preocupó, pues iban bien pertrechados con la boina, la garrota o bastón telescópico, las viandas diseminadas en los macutos, las cantimploras bien llenas y el pesado material fotográfico de Luisito. Un alarde sin precedente, sobre todo teniendo en cuenta lo ligeros de equipo y consciencia que se mostraron en el Forau de Aiguallut el día anterior.

Ya hacía varios meses que Luisito había puesto en duda la buena idea de subir la Senda de los Cazadores. Hacía diez años, él la había bajado y la recordaba como algo horrible, imposible de ascender sin morir en el intento. Al final se decidió subir, entre otras cosas porque Pepe propuso hacer en el sentido contrario al habitual el periplo por Ordesa —finalizado este vieron que realmente era la mejor opción— y porque Mario, en su ignorancia y juventud, se veía con fuerzas y ganas para subir la senda esa de la que todo desconocía.

Ya los primeros tramos se hicieron duros y los viajeros se fueron distanciando los unos de los otros. Ascendían por un zig-zag interminable metido en un bosque que impedía saber cuánto subían. La garrotas y el bastón telescópico que llevaba Mario fueron usados de manera efectiva, dejando que en los momentos de mayor dureza sirvieran de apoyo e impulso.

A los veinte minutos de jadeante subida, Pepe —el primero— decidió parar en una de las esquinas del zig-zag con desnivel de, por lo menos, treinta por ciento. Al poco se incorporó Mario.

—Ya te has cansado —dijo al llegar, intentando que las palabras no salieran entrecortadas entre resoplidos varios.

—No, vamos a esperar a tu hermano para intercambiar mochilas, que la de la cámara fotográfica es la que más pesa —dijo Pepe, haciendo gala de solidarios métodos heredados de su pasado como monitor de campamentos.

Como a Luisito se le veía cerca en línea recta, pero muy lejos verticalmente hablando, la conversación tomó el camino del recuerdo:

—Pues la otra vez que subí por aquí me pasó una cosa muy graciosa: resulta que íbamos con una chiquita que tenía problemas para ir al baño — narró Pepe y aclaró—: ya sabes, a algunas tías les pasa eso, en cuanto salen de casa se pasan días sin soltar lastre...

Mario asintió como si estuviera al corriente de semejantes particularidades. En esto vieron a Luisito a una distancia suficiente como para poderle hablar.

—¿Qué tal?

—Bien, bien —y siguió subiendo lo poco que le quedaba.

—Bueno, y ¿qué pasó? —preguntó Mario.

—Pues resulta que le entraron ganas de cagar justo por aquí... Y ya ves, esto está como para salirte del camino...

—La verdad es que sí, en cuanto te desvías, a la que te agachas y haces el esfuerzo... te caes rodando.

—Justamente.

—O sea, que se cayó rodando…

—No, pero casi. Le encontramos un sitio para que se pusiera a ello… Pero cuando se bajó los pantalones, ya sea por la altura o porque el instinto de supervivencia le avisó de que aquello no era muy estable, el caso es que se cortó el asunto.

Rieron los dos.

Por fin llego Luisito, jadeante y colorado. Se hizo el intercambio de mochilas y en poco rato volvieron a reanudar la penosa marcha vertical.

De nuevo cada uno subió a su ritmo y se desperdigaron. Los tres, cada cual en su tramo del camino, vieron cómo les superaban un par de ingleses de pelo rapado que, cámara de vídeo en mano y grabando, subían a un ritmo imposible de seguir.

A la hora de ascensión los árboles empezaron a ser más dispersos. Como ahora ya se podía ver en la distancia, los tres escaladores hacían de vez en cuando alguna parada para descansar y contemplar las torrenteras gigantescas y las montañas situadas enfrente con su diversidad de colores casi mágicos. También calibraban la profundidad del abismo que tenían a pocos centímetros de sus pies, cotejándolo con el aparcamiento donde les dejó el autocar, que desde allí se veía tan pequeño como un dedo.

—¡Ya queda poco! —gritó Pepe.

—¿Cómo lo sabes? —quiso saber Mario algunas decenas de metros detrás.

—Porque ya se ven carteles.

Pasaron por delante de un letrero de madera que prohibía salirse del camino. Pero diez minutos después encontraron otro y tal vez alguno más, con lo que la teoría de Pepe sobre las distancias perdió toda verosimilitud. También es verdad que en metros no debía ser mucha la distancia, pero a la velocidad que subían a estas alturas, nunca mejor dicho, era muy cercana a los cero kilómetros por hora.

En los últimos veinte minutos el sendero se hizo especialmente duro, con rampas empinadas con muy mala idea y escalones de roca donde casi había que ayudarse con las manos para franquearlos. De pronto escucharon un sonido lejano y rítmico —fin, fan, fin, fan— que poco a poco iba tomando mayor volumen. Sin casi darse cuenta, cada uno de los tres viajeros, allá donde le pilló, vieron pasar como un relámpago a un chaval de rizos rubios que subía como una locomotora de vapor, marcando el paso con sus dos bastones —fin, fan, fin, fan—. Tenía aspecto de montañero curtido e igual que apareció, se esfumó tragado por la cuesta, dejando tras de sí el sonido cada vez más tenue de sus bastones —fin, fan, fin, fan—, de modo que en pocos segundos volvió a reinar el silencio. Igual que si hubiera sido un espíritu de la montaña que sólo hubieran visto en su imaginación.

Cien minutos de ascensión necesitaron los expedicionarios para recorrer la Senda de los Cazadores hasta el mirador desde el que se empieza la Faja de Pelay. Eran aproximadamente las 12:30 cuando fueron llegando de manera escalonada: Pepe, Mario y Luisito, que tardó un poco más.

Los dos primeros tomaron leche condensada a modo de premio por tan heroica subida y admiraron el increíble paisaje.

—Can you make a fhoto, please? —pidió a Mario uno de los dos ingleses, que pululaban por una "Dormidera" adyacente, que es una especie de cabaña que abunda por Ordesa, especialmente construida para pasar la noche.

—Sí claro.

Mario les hizo, casi con seguridad, una de las mejores fotografías de su vida y les devolvió la cámara.

—Thank you.

—De nada.

Y tras esta conversación en dos idiomas, llegó Luisito y les pilló a todos desprevenidos:

—¡A mí no me volvéis a engañar en otra! —rugió—. Esta es la última cuesta que subo en este viaje.

—Pero hombre...

—¡Trae la leche condensada! —ordenó y le pegó un buen viaje—. Ha habido momentos en los que he pensado en darme la vuelta y esperaros en el aparcamiento, pero como aquí no hay cobertura...

—Tampoco es para tanto. Es duro, pero cada uno hemos subido a nuestro ritmo —tranquilizó Mario—. No se trata de ninguna competición: hemos llegado cuando hemos llegado... Yo he hecho un montón de paradas, es más, me ha dado tiempo hasta de ir al servicio a mear —confesó haciendo referencia a un momento en que aprovechando el silencio, la soledad y el aire puro, relajó sus esfínteres para derramar el producto líquido de su interior hacía la infinidad del abismo.

—Yo también he tenido tiempo...

—Y yo —terció Luisito—, pero estoy reventado... Yo, personalmente yo —deletreó pendenciero—, esta es la última vez que lo hago... ¡La última! —advirtió, como si estuviera programado volver a hacer esta ruta más veces en este o posteriores viajes.

La guasa con que los dos interlocutores de Luisito escuchaban sus penurias no ayudaban a tranquilizarle.

—Sí, sí reíros... Pero todavía nos queda un huevo. ¡Un huevo! —remachó—. No hemos avanzado nada. ¡Mira donde está el aparcamiento! Porque os recuerdo que es ahí donde hemos empezado hace dos horas.

—Bueno, hemos avanzado mucho pero en vertical —matizó Pepe—. Ahora es todo cuesta abajo...

—Ya veremos... —puso en duda y, así, siguió lanzando maldiciones hasta que se tranquilizó y realizó una foto para inmortalizar el momento.

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