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DOMINGO 5 DE DICIEMBRE DE 1999. Isla de Mallorca.
—Esto es imposible —exclamé.
—¿El qué?
—En el mapa la carretera da un giro de unos 270 grados y vuelve a cruzarse a sí misma perpendicularmente —definí, haciendo un alarde de términos geométricos que, quizás, fueron usados con demasiada ligereza e imprecisión. Pedro me echó esa mirada que viene a decir «pero qué tonterías estás diciendo».
Pero el tiempo siempre termina por darnos la razón a los “justos” y al empezar el descenso de La Calobra pudimos comprobar que lo indicado en el mapa era cierto: el desnivel resulta tan pronunciado que la carretera da una vuelta hasta pasar por un túnel justo por debajo de sí misma. A partir de aquí entramos en una zona salvaje, de curvas peligrosas y pronunciadas, con cabras que aparecían de repente andando por la carretera como por arte de encantamiento, con multitud de piedras despeñadas en la calzada, túneles escarbados en la roca y hasta un cascote del tamaño de una persona obesa despanzurrado en mitad de la pista (por fortuna, en una pequeña recta).
Cuando llegamos abajo faltaban diez minutos para que anocheciera y quedamos asombrados de que en un lugar tan apartado y con una forma tan incómoda de conectarse con el primer lugar civilizado, hubiera chalecillos con gente viviendo en ellos. Además, hacía frío y aquellas personas no distaban mucho de ser unos pequeños insectos en mitad de una naturaleza abrumadora que les amenazaba con pisarlos en cualquier momento. Tal vez tan funesto presagio podría ocurrir cualquier noche como aquella que se preparaba, con una buena tormenta, allí, en mitad de ninguna parte: a un lado el mar embravecido y al otro torrenteras y verticales montañas como castillos, con un solo camino para salir de allí, que en realidad es una estrecha carretera con el trazado que tendría una cuerda comprimida en un bolsillo.
La noche cubrió el lugar y decidimos empezar el ascenso. Antes dejamos que se distanciara una grúa que había bajado justo detrás de nosotros. Queríamos, a ser posible, tener la mayor visibilidad. Durante el trayecto estuvimos muy pendientes para localizar a tiempo el peñasco gigante que ocupaba la mitad del camino.
—Pues sabes que es más fácil subir que bajar —apuntó Pedro, con la clara intención de decir una perogrullada automovilística.
—Lógicamente —espeté, y añadí lo primero que me salió del alma —: Es que cuando bajas ves todo lo que tienes delante, pero cuando subes no eres consciente de lo que dejas atrás...
Silencio.
Otras dos curvas de 180 grados.
De repente un par de ovejas bajando por el inexistente arcén. Tenían los ojos irrealmente iluminados. Quizás eran fantasmales ejemplares de razas bovinas ya extinguidas…
—¡Joder, qué frase! —Exclamó Pedro, obviando el ganado que tal vez sólo vi yo.
—Lapidario que es uno.
—Sobre todo si en vez a los puertos de montaña, lo aplicas a la vida en general —matizó.
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