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¿Por qué a los niños de mi época nos curaban la mayor parte de las enfermedades a base de inyecciones? No vamos a negar la eficacia de este tratamiento, pero los recuerdos terroríficos que dejan en nuestra memoria infantil son un estigma para toda la vida. ¿Acaso no había otra manera?, pregunto.
El caso es que luego, de adulto, me han inyectado sucesivas vacunas de la alergia, año tras año, hasta que me curé de esta afección, así que, con la fuerza que da la costumbre, le perdí el respeto a las inyecciones; pero de pequeño, el día que con engaños me llevaban a pinchar se convertía en un episodio de miedo gótico.
El practicante al que acudíamos formaba parte de unas instalaciones médicas de una Iguala que mis padres pagaban todos los meses. Uno de los doctores que nos atendían se llamaba don Pedro y merece todo mi respeto. Precisamente por ello será motivo de la siguiente “nostalgia”. Por otro lado, ignoro el nombre del practicante, de modo que para no enfrascarnos en prolijas descripciones le llamaremos doctor Terror, dando así, de un plumazo, la medida exacta de sus acciones. Era un hombre calvo, encorvado y de cierta edad. Te esperaba enfundado en su bata blanca, con una expresión mezquina en la cara, deseoso de hacerte daño. Su guarida era una sala alicatada hasta el techo de azulejos blancos. El olor era muy peculiar, a medicamentos y desinfectantes; el olor del miedo. Hacía mucho frío allí, por el horror que habían visto sus paredes y por un ventanuco que a unos dos metros del suelo siempre estaba abierto de par en par. Debajo había un recipiente de metal que contenía un líquido hirviente y burbujeante, como si fuera la pócima de un científico loco. Allí, el malévolo doctor Terror, desinfectaba las jeringuillas y otros inquietantes artilugios metálicos, sacados de una truculenta historia medieval sobre torturas, que atesoraba con el fin de ser más eficaz a la hora de realizar sus maldades con los niños.
Bueno, seguramente estoy fabulando un poco —al fin y al cabo esto pretende ser los recuerdos de un niño— y aquel hombre simplemente era un mal profesional, pero cuando mi madre me bajaba los pantalones y me ponía en sus rodillas para poderme sujetar mejor, el espanto se apoderaba de mí. El tipo se tomaba su tiempo y, por fin, el silencio se rompía con el sonido de sus zapatazos contra el suelo al andar hacía el condenado. En ese momento de tensión máxima, cuando sabías que era inminente el acto final de este drama, se convertía en un ser desalmado que pinchaba con una saña y falta de bondad que nadie me puede quitar de la cabeza.
—¡Mañana te voy a matar a las doce! —amenazaba a gritos, lleno de rabia y de dolor, antes de marcharme. Supongo que en mi mente infantil, poner hora a la justa ejecución de mi malhechor era importante para dar credibilidad al asunto. Mi madre me ha recordado esta amenaza no resuelta ya de mayor en múltiples ocasiones. Debía ser muy gracioso, aunque reconozco que me molesta pensar que a aquel psicópata también le hiciera gracia y riera mi inofensivo ultimátum con el carcajeo de sanguijuela rastrera que seguramente tenía.
Toda esta descripción, que quizás pueda parecer un poco exagerada —no para un niño—, no lo va a parecer tanto si lo comparamos con lo que pasó después. Afortunadamente, la cosa cambió en la mitad de mi niñez. Al doctor Terror le jubilaron o le echaron o ascendió en la secta satánica a la que quizás pertenecía o le condenaron por crueldad manifiesta hacia los niños o por malas prácticas hospitalarias; o todo junto. Sea como fuere, vino un nuevo practicante. Era un señor joven, alto y con bigote. Era amable y sonriente. Benjamín, pues tal era su nombre, era muy hábil y sabía cómo manejarse en estas situaciones con los niños. Así, cuando veía a un pobre crío entrar loco de terror a la sala fría y demoniaca donde desarrollaba su oficio, le hablaba con calma de esta manera:
—Pero si no te va a doler. Yo, cuando pongo inyecciones lo hago sin aguja. Mira —te explicaba con convicción y, por si no te lo creías, te enseñaba la jeringuilla “desagujada”.
El hecho de que no usara aguja era novedoso y desconcertante. Como todo niño pequeño sabe, la odiosa aguja es lo que te hace daño, y si no se usa… Dándole vueltas a esto, terminabas otra vez con los pantalones bajados y encima de las rodillas de tu madre. Entonces el médico, lógicamente, ponía la aguja y extraía el líquido del vial. Pero tus infantiles sentidos, aún con miedo, ya no pensaban en eso.
Benjamín, siguiendo aquella técnica suya tan depurada, seguía hablándote:
—Bueno, voy a empezar. Tranquilo que casi no duele —te aseguraba y entonces te pellizcaba en la zona del cachete de las nalgas donde te iba a pinchar—. ¿Duele?
—No mucho —solía responder el niño, dado que el daño provocado por aquella extraña inyección sin aguja era, sin ser agradable, bastante soportable. En general esperabas sentir la explosión de dolor que con tanta inquina te insuflaba en doctor Terror. Pero aquí, sorprendentemente, no había ni rastro de las pasadas torturas. Con esa extrañeza, sin querer, también llegaba cierta confianza.
—Aguanta, que ya queda poquito —informaba diligente Benjamín, siguiendo con su engaño.
Y entonces, en la carne algo entumecida del engañoso pellizco, te pinchaba.
Efectivamente, la táctica consistía en trabajar durante un rato el subconsciente del niño sin, en realidad, haber empezado. El paciente de corta edad, por supuesto, notaba el pinchazo —ejecutado con sutileza; no de un golpe y con crueldad desatada, como tanto le gustaba hacer a su antecesor—, pero al pensar que ese episodio ya había pasado, tomaba el nuevo dolor como la traca final, ya que no olvidemos que «quedaba poquito». Además, como había demostrado gallardía desde el principio no era ahora el momento de echar a rodar la recién ganada reputación. De hecho, Benjamín no cesaba de animarte con justas alabanzas hacia tu valentía durante el resto del trance. Así que aguantabas hasta el final sin una lágrima.
Finalmente salías a la calle como un valiente. Como un tipo duro. Pero ojo, que superaras la peripecia de forma ejemplar no significaba que quisieras volver. Tampoco es eso.
Como hemos podido apreciar, la delicadeza con que Benjamín practicaba su oficio era diametralmente opuesta a las malas artes del doctor Terror, que Dios confunda. Por eso, creo que los niños del barrio teníamos pesadillas con que alguna vez volviera a sembrar el terror en la población de corta edad. Afortunadamente, nunca más se supo de él. Esperemos que sus maldades le sean devueltas mil veces.
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