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Mario Garrido Espinosa.

Libros de Viajes: Con la iglesia hemos topado...

Actualizado: 20 dic 2019


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Viernes 7 de septiembre de 2001. Huesca. Zona de Los Pirineos.

Ya de vuelta, según se acercaban a Campo decidieron ir hasta la Roda de Isábena a ver la catedral más pequeña de España, que tan efusivamente les había recomendado su casero, el parlanchín Alberto.

—En el valle de Boí lo que hay es mucha publicidad —les reveló con voz de sesudo entendido en arte en una de sus interminables peroratas—, pero si vosotros queréis ver románico, pero románico de verdad, del bueno, del auténtico, tenéis que ir a la Roda de Isábena, que está aquí al lado...

En busca del “románico del bueno”, los tres exploradores, atravesando las cercanías del pico Turbón, de pronto se vieron inmersos en un inquietante paisaje de dunas de arena arcillosa en cuyos picos crecía dispersa la vegetación. En una recta se encontraron con una máquina que iba limpiando los laterales de la angosta carretera. Un chaval conducía el aparato que devastaba todo lo que encontraba a su paso, dando a la carretera una anchura que no tenía. Un hombre tostado por el sol y arrugado por los rigores de la intemperie, paraba con una señal de Stop en la mano a los pocos coches que circulaban. Los viajeros apartaron en un lateral el Volkswagen Passat y dejaron pacientemente que la máquina arrasadora pasara con su lento y destructor discurrir.

El paisaje, la máquina y los operarios parecían sacados de una escena de una película sobre un futuro apocalíptico.

--o--

—Pero ¡Cómo! —exclamó Luisito al ver que no se podía entrar hasta la plaza de La Roda de Isabéna y había que dejar el coche en un parking en la zona baja de la población.

—Tranquilo, entra al parking y luego ya veremos...

—Pues como tengamos que subir esa cuesta, conmigo no contéis —advirtió de malos modos, cuál si hubiera que recorrer andando un puerto de montaña de veinte kilómetros. Pero en realidad sólo había que salvar una escalera para llegar al pueblo y luego recorrerlo en parte hasta la catedral, con lo que Luisito aceptó; máxime cuando vio la estrechez de las calles y la imposibilidad de mantener una circulación lógica de automóviles por ellas.

Llegados a su objetivo, no les gustó demasiado que hubiera que pagar 300 pesetas por acceder al interior de la catedral. Además, no se podía ir por libre y había que entrar a determinadas horas. Muchos inconvenientes para tratarse de una visita tan poco conocida.

La hora de la siguiente visita llegó y la vieja que vendía las entradas y luego daba la explicación no parecía querer abrir la puerta. Seguramente se alargaba en espera de más visitantes, pero aquello estaba desierto. Al fin entraron los allí congregados, que eran únicamente una pareja joven y los tres viajeros. Se encontraron con una iglesia realmente sorprendente, en especial la cripta.

Aunque ya no les pareció tan cara la entrada, mucho molestó a Luisito no poder hacer fotos en el interior y saltaron algunas chispas cuando la vieja mostró una estancia contigua al claustro, con obras de arte por las paredes y alfombrada de mesas y sillas, que el buen párroco del lugar alquilaba para dar banquetes.

—¿Aquí está permitido fumar? —preguntó Pepe suspicaz, al ver algunos ceniceros.

—No, pero ya sabe cómo es la gente...

—Pues no entiendo cómo se puede aquí fumar y no dejan hacer fotos —dijo Luisito.

—Teniendo en cuenta, además, que se cobra por entrar —remachó Pepe.

La pareja joven miraba la situación sin entender muy bien el enfado de aquellos jóvenes. Mario, por su parte, con una actitud más crítica —aunque a estas alturas, también más deportiva— con los tejemanejes del Clero le parecía la situación perfectamente natural; es más, lo contrario sería más bien raro.

—Bueno, estos son cosas que decide el párroco —quiso concluir la vieja, intentando retomar sus “románicas” explicaciones—. Yo sólo estoy encargada de pasar las visitas...

Una vez fuera del edificio, Luisito y Pepe seguían ofendidos con la actitud del párroco:

—¡Es inaudito!

—Pagar por entrar y luego lo utilizan como sala celebraciones...

—Pues yo lo veo de lo más normal —terció Mario—. Desde cuando la Iglesia se ha comportado de una manera distinta a esta. El párroco este es como cualquier otro… Y seguro que lo hace con el visto bueno del obispado, que se llevará su buena tajada —aventuró—. O toda la “tajada”.

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