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“Viajar es el dinero mejor invertido”. Esta máxima es una de las grandes verdades de este mundo que no admite réplica. Durante mi vida, en cuanto he tenido ocasión, “he invertido dinero” en esta disciplina y, por ahora, puedo decir que he estado en más de veinte países: Portugal, Francia, Andorra, Italia, Egipto, Austria, Alemania, Reino Unido, Bélgica, Suiza, Rusia, Canadá, México, Costa Rica, Malta, Lituania, Letonia, Estonia, Hungría, Eslovaquia...
En el proceso de hacer memoria para enumerarlos, te das cuenta de la dimensión de lo vivido; sobre todo cuando eres consciente de que la lista no es completa, de que te estás dejando algún país. Espero, en cualquier caso, poder duplicar o triplicar esa cifra mientras el cuerpo aguante… Pero de momento, el acumulado de experiencias me llena de alegría cada vez que pienso en ello: he entrado a la cámara funeraria de la pirámide de Micerinos en Egipto; he cruzado el lago más grande de Europa, el Ladoga, saltando las olas de más de dos metros metido en un barco soviético; he visto una ciudad maya medio comida por la selva mexicana, encaramado en lo alto de una pirámide recién descubierta; he andado por la lengua del glaciar Pasterze en mitad de los Alpes; me he tirado por una tirolina de más de un kilómetro por encima del bosque nuboso de Costa Rica; he visto el Mont Saint Michel entre la bruma, como si fuera un castillo de un cuento; he andado por los mágicos alrededores del Cervino, en Suiza; he visto “Toronto entero” desde los 446 metros de altitud de la CN Tower y he sentido el vértigo de pasear por su suelo transparente; he visto la “ventana azul” de la isla de Gozo en Malta, antes de que desapareciera para siempre; he cruzado el eurotúnel en un trayecto desde Bruselas a Londres; he estado en el interior de un submarino de la Segunda Guerra Mundial en Estonia; he subido al último piso de la Torre Eiffel; me he bañado en la famosa piscina rodeada de columnas del balneario Gellert en Budapest; en la zona norte de Canadá, he visto como una ballena salía a la superficie del mar y a tan solo cinco metros me miraba unos segundos…
Soy consciente de que todavía me queda mucho que hacer, ver y vivir, pero a veces, antes de empezar nuevos proyectos, conviene fijarse en los orígenes y de eso trata precisamente “Los Viajes del Cambio de siglo”: de los primeros viajes que dieron pie a todos los demás, que asentaron esta incansable vocación, que me hicieron desear seguir viajando; me refiero a los viajes a la isla de Mallorca, a Portugal, a los Pirineos, a Italia y, por último, al lugar más sorprendente de todos los que he visitado: Egipto.
Es verdad que no soy Rustichello de Pisa, ni este es un ejemplar de “Los viajes de Marco Polo”, pero estoy seguro de que este libro, es su humildad, gustará a todos aquellos que les agrada viajar o anhelan hacerlo; y quién sabe, a lo mejor alguno se anima a relatar también por escrito sus experiencias…
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