La segunda noche que pernoctamos en los Lagos de Covadonga en la “Convivencia” llamada “Camino del Cares”, unos cuantos nos metimos en una tienda a escuchar historias de terror. Uno de los adultos, experimentado en mil acampadas, se sabía unas cuantas. Nos relató a la luz de una linterna un cuento que tenía como protagonista a un escalador al que un día le pilló una ventisca y encontró el cuerpo de una mujer en un bloque de hielo. La forma en que actuó después del hallazgo le trajo graves consecuencias en el futuro. Tras la apoteosis final de la historia, yo tomé buena nota mental del relato y lo referí, de manera cada vez más ampliada y realista, en varias ocasiones en los años siguientes.
La más recordada de estas narraciones fue en una casa rural de La Puebla de la Sierra, bonita localidad de la Sierra Norte madrileña. Éramos un grupo formado por tres chicas y cuatro chicos. Contábamos con algo más de veinte años y los de menor edad aún eran muy influenciables. Alquilamos una casa rural durante todo el fin de semana. Algunos de nosotros nos conocíamos por primera vez, ya que se apuntaron amigos de amigos. Por ejemplo, uno de los convocados era el “primo” de una de las chicas, pero todavía me pregunto si en realidad existió o fue una presencia, un ente, que se nos agregó cuando llegamos al pueblo serrano.
Era en invierno y hacía un frío de mil demonios. Aquí y allí se veían neveros y el pueblo parecía casi desierto. No sé qué extraña demencia nos invadió —acaso fue inducida por el fantasmal “primo”— pero nos dio por lo “macabro”. Así, en un paseo antes de cenar, terminamos en el cementerio del pueblo, subidos a la valla, mirando el jardín de lápidas que se mostraba sumergido en una neblina nocturna propia de los cuentos victorianos. Por cierto, el “primo” no gustaba mucho de estas actividades y andaba asustado todo el tiempo, sensación que fue contagiando en otros miembros del grupo.
—¿Habéis visto esa luz? —dijo una de las chicas.
—¿Qué luz?
—Sí, allí, en la otra valla…
El “primo” empezó a moverse incómodo. A temblar y no de frío.
—Pues yo no veo nada.
—Que sí… Otra vez. Allí hay alguien y se mueve… Vámonos, vámonos…
Y así, con cierta premura, nos marchamos del cementerio, algunos viendo fantasmagóricos destellos y otros no viendo nada. Por otro lado, el “primo” debió atisbar todas las ánimas de los contornos porque daba gusto verle alejarse del campo santo a toda velocidad.
Pero de pronto paró en seco.
—Ahí hay algo —dijo aterrado.
—¿Dónde?
—Ahí… No le veis los ojos.
Efectivamente, en mitad de la carretera, envueltos por la oscuridad y el silencio, unos ojos luminosos nos miraban fijamente. Entonces, el ente misterioso se movió.
—Anda, pero si es un caballo.
Pero el “primo” no escuchó, ya que había salido corriendo como alma que lleva el diablo.
Pedro, Ernesto y yo no pudimos evitar una enorme risotada. El caballo y sus moscas se marcharon con paso tranquilo en dirección contraria, quizás algo espantado con nuestro jolgorio. En vista que no íbamos a seguir por ese camino, volvimos a las solitarias calles de la aldea, llenas de sombras sospechosas. Aprovechando el ambiente aterrador, hicimos bromas y provocamos sustos de burda factura pero con buenos resultados. Las luces de las farolas, intermitentes por los bandazos que el viento hacía dar a este mobiliario urbano, y algún paisano mal encarado camino de la única cantina del pueblo nos ayudaban en nuestro inquietante empeño. En la plaza, las mujeres y el “primo”, hartos de nuestros juegos, se posicionaron debajo de una luz y exigieron que tiráramos delante para evitar nuevos sustos… Y así, medio escoltados, llegamos a la casa rural.
***
Acabada la cena, congregados alrededor de la mesa baja del salón, encendimos velas y servimos licores comprados para la ocasión. Una conversación llevó a la otra y finalmente, Ernesto y Pedro, viejos amigos conocedores de mi poder fabulador, que despuntaba en aquellos tiempos, me pidieron que contara la historia de mi tío, el que escalaba en el hielo. Ellos ya habían escuchado la historia que la “tradición oral” había transmitido desde aquella lejana noche en los Lagos de Covadonga hasta estos días. También habían sufrido sus consecuencias. Y por todo ello supieron ver que aquel era el escenario ideal. El público se entregaría por completo.
—Pero, ¿cuál decís? —me hice el despistado.
—Sí, hombre, la de tu tío, que le pasó aquello en los Alpes…
—Ah, mi tío Juan —inventé, bautizando a mi inexistente tío e intentando dar así mayor verisimilitud al asunto.
—Esa.
—Ya, lo que pasa que es una historia un poco truculenta —inquieté.
—No, pero cuéntala, cuéntala —pidieron las tres chicas del grupo, desconocedoras del terror que acudiría a sus vidas después de hoy. El “primo” callaba, receloso.
—Está bien —concedí e hice un silencio dramático de los míos—. Pues veréis, mi tío Juan, hace muchos años, cuando era joven, le dio una temporada por hacer rutas por las montañas y escalar en el hielo y esas cosas —referí, como si la afición de mi inventado tío fuera algo de lo más normal, incluso posible. El auditorio callaba sin poner ningún “pero” a las andanzas de mi familiar—. Pues cuando era pequeño me contó que en una ocasión, en los Alpes… —Otra pausa dramática para dar peso histórico al relato—. En Suiza si no recuerdo mal, le pilló una ventisca de nieve en una de estas salidas. El caso es que en mitad del temporal se encontró con una mujer congelada en el hielo, en una oquedad de una pared montañosa —solté como si aquello fuera lo más normal del mundo. El auditorio parecía tragarse el cuento como si lo estuviera viendo con sus propios ojos—. Con su piolet empezó a picar para intentar sacar a la mujer. No era fácil quitar el hielo sin dar a la carne congelada del cuerpo. El caso es que en uno de los empellones, se le fue la mano y, sin querer, le cortó un dedo congelado. —Algún oyente se llevó la mano a la boca y dijo un cándido «¿De verdad?»—. Bueno, eso me contó mi tío. En fin, tras el shock inicial, se fijó que en el dedo seccionado había un gordo anillo de oro. Entonces no sé qué le pasó pero cogió el anillo y se fue del lugar abandonando a la mujer.
—Joder con tu tío.
—Ya. No se sentía orgulloso cuando lo contaba. Se arrepintió muchas veces, pero qué sé yo, le dio un “mal de altura” o algo… Pero es que la historia no acaba aquí. Es que luego pasaron más cosas.
Pedro y Ernesto, de vez en cuando, reían por lo bajo, conocedores de la totalidad de la fábula, de lo que vendría después. Esto no ayudaba a crear la sugestión que yo buscaba. Es verdad que las sombras de las velas encendidas y el chisporroteo del fuego de la chimenea, así como el alcohol en sangre que, poco a poco, íbamos acumulando, eran unos impagables aliados, pero debíamos mostrar otra actitud para lograr el propósito de este cuento. Reprobé su comportamiento con una mirada fulminante, bebí de mi copa con estudiada parsimonia, observé los ojos abiertos del resto de oyentes y, justo antes de que imploraran que siguiera con la historia, reanudé la leyenda.
—Un año después, mi tío volvió por la misma zona. Estaba haciendo una ruta de varios días y la idea era hacer noche en albergues de montaña. Al llegar al que le tocaba al final de la primera jornada se encontró con que estaba ocupado por una mujer. Entró, se presentaron como buenos montañeros y la mujer le saludó ofreciéndole la mano. —Pausa dramática; no sé cuántas iban ya —. Le faltaba un dedo.
Los oyentes palidecieron. Yo volví a tomar otro trago de mi ron con limón.
—Si queréis lo dejo aquí —pregunté de forma estudiada—. No es una historia agradable…
—No. Por favor, sigue… —imploraron las tres mujeres. El “primo”, debajo de una manta, parecía experimentar el mismo miedo que sintió mi tío Juan cuando estrechó la mano de cuatros dedos de la montañera, suponiendo que la historia fuera verdad y existiera un “tío Juan”.
—Está bien —acepte, complaciente—. La velada siguió como se supone en estos casos. Compartieron las latas de comida, se contaron anécdotas de sus aventuras por la montaña y rieron al calor del fuego; pero mi tío no pudo dejar de estar mosqueado todo el tiempo. Era imposible dejar de mirar la mano mutilada. Al final fue ella la que sacó el tema: «Veo que te has fijado en que me falta un dedo», dijo. «Eh… sí…», balbuceó mi tío. «Bueno, es una larga historia. Casualmente fue muy cerca de aquí… El año pasado». Mi pobre tío Juan tragó saliva y se puso blanco.
Apuré mi copa y me serví otra tranquilamente.
—Pero bueno, cuéntanos qué pasó después —protestó Diana, la que pasados los años se convertiría en la esposa de Ernesto.
—Tranquilos —dije y deposité el vaso junto a los otros en la mesa, tomándome tiempo para elegir la mejor posición. Sintiéndome observado. Acerqué mi sillón al de los oyentes, que compartían un sofá entero, y me senté en la punta para que me escucharan bien a partir de ahora—. Por dónde iba… Ah sí —dilaté, para causar mayor tensión. Al “primo” ya sólo se le veían los ojos detrás de la manta; o quizás la estaba mordiendo—. «Perdí mi dedo durante una ventisca», rememoró la mujer. «Y cómo fue, est… ¿estabas escalando?», tartamudeo mi tío. «No, me quedé atrapada en una oquedad de la montaña, entre placas de hielo durante una hora más o menos. El caso es que llegó un montañero y empezó a picar con su piolet para sacarme de allí». «Ah… Vaya, que… qué suerte». «Pues quizás me salvó la vida, pero me cortó un dedo». Mi tío estaba pálido como la muerte en ese momento. «El dedo en el que tenía mi querido anillo de oro, el que me regaló mi pobre abuela», se lamentó la mujer y miró a los ojos de mi tío fijamente.
Otro trago de mi combinado. Con calma. Saboreando los siete años de envejecimiento del ron.
—¡Qué rico está! —reconocí—. Mary, tienes el vaso vacío. ¿Te sirvo otro?
—¡No! —negó con el ceño fruncido y exigió suplicante y enfadada—: ¡Quieres seguir con la historia!
—Bueno, bueno… La mujer siguió mirando a mi tío. La tensión era tremenda. Ya os podéis imaginar. Finalmente, la montañera, endureció el semblante y dijo: «Y sabes quién era el hombre que me cortó el dedo y robó mi anillo de oro». «Eh… Pues... No… No sé… Eh…».
Entonces, por sorpresa, me levanté de mi silla, me abalance hacia el auditorio extendiendo los brazos y grite aterradoramente «¡¡¡HAS SIDO TÚ!!!». El efecto fue el esperado: los cuatro pegaron un buen brinco en el sillón gritando, se llevaron la mano al corazón a punto del infarto y varios de ellos propinaron una buena patada a la mesita con las copas, tirando casi todas y provocando derrame de líquido, rodamiento de botellas y el ruido que hacen los vasos estallando contra el suelo.
Fue apoteósico.
No sé cuánto tardaron en levantarse del sillón y en reaccionar. El latido de sus corazones se oía a distancia. El “primo” quedó mudo y pálido para el resto de la noche.
Ernesto, Pedro y yo reíamos el final delirante de la historia mientras recogíamos el estropicio. Los cuatro del sillón, mientras tanto, nos miraban con sentimientos encontrados, entre la risa y el odio. Sin poderse mover.
***
Hay pocas fotos de este fin de semana de sustos y tinieblas, pero las que se conservan tienen un halo de misterio, como si cada imagen retenida en el tiempo estuviera dotada de un fulgor fantasmagórico, de un ambiente de ocultación y rareza. De hecho, el “primo” aparece representado como un personaje que no perteneciera al grupo, como un observador del más allá, como si sólo fuera un presencia fuera de cada escena —pero presente en todas—, acaso un espíritu asustadizo atrapado en una dimensión que no es la suya. O a lo mejor me estoy inventado todo esto. Vete a saber. Ha pasado tanto tiempo…
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