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Todo ocurrió durante las vacaciones de verano del año 1988. Con mis flamantes 16 primaveras me embarqué, junto a mi hermano, su novia de entonces, Luis, mi mejor amigo de aquellos tiempos, las hijas de Loli y otros muchos personajes del barrio en lo que se llamaba una “Convivencia”. Este ridículo nombre era el que daba nuestra parroquia a la acción de juntar a varios de sus feligreses más jóvenes y hacer un circuito por algún lugar de España durante el verano. La idea era compartir vivencias, caminatas y acampadas y, primordialmente, fortalecer los lazos cristianos entre estos jóvenes que, sin la tutela eclesiástica, podrían tomar caminos “torcidos” en el verano, como ocurre con algunos “renglones de Dios”. Pero en esta ocasión se colaron varios “bultos sospechosos”, entre los que se encontraban mi amigo Luis y yo mismo. Pero no hubo problema, ya que veníamos enchufados por un prometedor preboste de este colectivo, mi propio hermano, que, en aquellos años andaba “abducido” por aquella parroquia y parecía llamado a convertirse en un futuro pilar dentro del entramando congregacional; gracias a Dios —nunca mejor dicho—, con los años su vida se alejó de la disciplina feligresa y sus servidumbres y/o vasallajes. Pero de momento, en aquellos tiempos, aún era un buen fichaje en el equipo parroquiano y ya había participado de alguna de estas “experiencias religiosas”, siendo la más comentada la que siempre es de obligado cumplimiento en estos grupos: El Camino de Santiago. Pero este año, por no repetirse, el “Estado Mayor de Convivencias” decidió hacer una ruta atravesando Asturias por los Picos de Europa, hasta llegar al mar a la altura de Ribadesella. Uno de los días pasaríamos por la impresionante garganta del río Cares, entre Caín y Poncebos; a pesar de que visitaríamos otros emblemáticos lugares de la geografía asturiana, a toda la Convivencia se la denominó “El camino del Cares” y de esta manera, los que la vivimos, siempre nos referimos a ella.
Con todo el operativo montado, el grupo de jóvenes, junto con el cura que capitaneaba la expedición, nos desplazamos en tren hasta la aldea de Vegacerneja, una pedanía de León, y allí, en un descampado anejo a las cuatro casas de la aldea, pasamos nuestra primera noche bajo el doble techo de nuestras tiendas canadienses. Como debíamos cargar con las pesadas tiendas de campaña de la época durante el viaje, el “estado mayor” decidió llevar sólo los dobles techos. Eran tiendas viejas, mil veces usadas en otras convivencias. Como dicta la decencia dieciochesca, en cada tienda sólo había elementos del mismo sexo, pero eso sí, muchos. En la mía éramos siete jóvenes con mochilas como transatlánticos, cuando el fabricante del equipo de campaña recomendaba el uso de su producto por sólo cuatro o cinco personas. Por tanto, dormíamos apretados los unos contra los otros, cada uno metido en su saco, intentando buscar un espacio que no había. Al acostarnos, lo hacíamos con razonable orden y disciplina, pero por las mañanas aparecíamos todos en un sitio distinto de la tienda. En concreto, al que le tocaba en la puerta, terminaba rodando al exterior y prácticamente pasaba la noche al raso. Y es que por muchos que se quiera hacer una “Convivencia” de este tipo dentro del doble techo de una tienda pequeña, las leyes de la Física no se pliegan nunca a las de la Iglesia, y si el volumen de cierta masa es 1,5 veces mayor que el recipiente que lo aloja, finalmente el volumen sobrante de dicha masa será desalojado del recipiente. No lo duden, Newton lo diría mucho mejor, pero estaría de acuerdo.
Aquella primera noche bajo el cielo leonés de Vegacerneja, amanecí con dos granos enormes en los brazos. Al observarlos se podía ver los dos típicos agujeritos que dejan las mordeduras de las arañas. No serían las últimas picaduras, de arácnidos, insectos y de otros simpáticos bichos de nuestra bella fauna.
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