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Una vez resuelto el asunto de la admisión en el camping y designadas las parcelas contiguas que ocuparíamos, como hormigas, empezábamos a liberar las bacas y los maleteros de todo su cargamento. Los amortiguadores recuperaban la posición del día anterior, mientras imaginaba la cara de alivio de los dos coches, igual que en los dibujos animados. Después había que montar las enormes tiendas de campaña familiares, con su pesado esqueleto de hierros ajustables, su toldo gigante, sus habitaciones y los vientos y piquetas que siempre encontraban una piedra cuando las martilleabas horadando la tierra. Montada la “vivienda”, ahora había que amueblarla: inflar los colchones a base de “pata” —el inflador eléctrico no se había inventado; aunque tampoco existían los enchufes en este tipo de instalaciones en aquella época—, armar el mueble de la cocina, el de la ropa, extender los sacos, sacar y ordenar todos los enseres que venían en bolsas… Organizar, en definitiva, lo que sería nuestro “hogar” en los próximos veintitantos días, que se dice pronto. Yo no entendía la premura por realizar todo esto. En mi infantil opinión, estos trabajos podían realizarse más tarde, justo después de ir a la playa a jugar un rato. Esto era lo prioritario sin duda después de un año sin probar el agua salada. Pero mis mayores no me hacían caso y daban preferencia a los asuntos propios de la constitución del campamento. En aquel tiempo los caprichos infantiles no tenían ningún peso, cosa que en las actuales familias jóvenes, súper protectoras de los niños, por desgracia, parece que sí tienen su importancia —acaso toda— en las decisiones del día a día; me temo que esta permisividad no puede conducir a nada bueno.
—No te preocupes que la playa seguirá mañana ahí —me aleccionaban, como si no fuera consciente de estas particularidades—. Anda, ponte a darle al inflador, y deja de incordiar. A ver si acabamos antes de que se haga de noche.
Y, resignado y ceñudo, obedecía a mis padres. Supongo que me subía encima del fuelle para poder insuflar el aire. O lo presionaba con los brazos y todo el peso de mi cuerpo, ya que mi anatomía de niño de pocos años no daba para más. Con mis empellones mal coordinados, la válvula terminaba saliéndose del colchón cada dos por tres. Y con ella el poco aire que hubiera conseguido meter dentro. En realidad, se trataba de tenerme entretenido un rato, ya que mis mayores sabían perfectamente que inflar, lo que se dice inflar, no lograba inflar nada.
Montado el campamento, los viajeros cenaban felices y charlaban un poco hasta que el sueño los vencía, cosa que no tardaba. Temprano se metían en las habitaciones de tela de las tiendas de campaña. Y se dormían pronto, a pesar de que en aquel lugar nunca reinaba el silencio absoluto y el calor nocturno no invitaba al sueño. Estaban agotados, pero sabían que a partir de mañana todo sería relajo y calma, ocio y sosiego, despreocupación y alegría; la felicidad añorada durante todo el año.
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