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Una de las primeras actividades que se hacían en el camping por las mañanas, aparte de ir a los baños a aliviarse y a asearse, era ir a comprar media barra de hielo. Se encargaban mi hermano mayor y mis primos, de una edad similar. Héctor, el señor que regentaba el negocio campista, vendía el hielo en recepción. La media barra costaba unas cinco pesetas (unos tres céntimos de euro) y los niños la transportaban en uno o varios cubos, ya que el bloque de agua pesaba lo suyo. Una vez en el campamento familiar, se rompía con la piqueta que llevaba mi padre en el coche y los trozos se acoplaban en las neveras, repartiendo los mazacotes transparentes e irregulares de hielo entre las bebidas y la comida que necesitaba frío.
Organizada la refrigeración de las vituallas, se pasaba a desayunar.
«¡A tal hora nos podemos bañar!», sentenciaba solemne algún adulto, con aire innegociable, justo después de terminar con la última galleta y el último sorbo de leche con Cola-Cao; siendo siempre la hora “tal” ciento veinte minutos posterior a la actual. Las dos horas de digestión era uno de los ritos más sagrados durante las vacaciones. Más incluso que la siesta, de la que ya habrá tiempo de hablar.
Después se hacía algo de compra y se limpiaba el campamento con un sistema que consistía en esparcir con la mano el agua de un cubo por el suelo de gravilla y arena, como si fuera un barrido y un fregado tradicional, pero sin escoba ni fregona. Igual que los granjeros cuando reparten grano a las gallinas de un corral.
«Es para evitar que se levante polvo», me decían cuando interrogaba a mis mayores sobre aquella actividad, a mis ojos, sin sentido.
Con todo en perfecto estado de revista, nos íbamos a la playa toda la mañana. A veces a la de la Concha y otras a la de Morro de Gos, y es que Oropesa del Mar ofrecía toda esa diversidad sin tener que coger el coche. Yo siempre quería ir a la playa de la Concha, porque estaba al lado, pero la mayoría de las veces se decidía ir a la otra, ya que era más grande y ofrecía mejores roqueros donde bucear, cosa que no era propia de mi edad y que me daba igual. Yo intentaba razonar que en la Concha solía haber mejores olas y la arena era más fina, cosas que eran verdades fácilmente medibles a simple vista, aunque lo dijera un mocoso; pero por mucho que intentaba hacer valer mi opción con estos argumentos tan ciertos y contrastables, debido seguramente a mi corta edad, no me hacían caso.
—¡Pero es que está muy lejos! ¡Hay que andar mucho! ¡Y no hay olas! —protestaba ceñudo, con la voz de pito propia de un niño pequeño—. ¡Y hace más calor y el agua está más fría! ¡Y hay medusas! ¡Y brea! ¡Y más gente! —inventaba, intentando sumar nuevos e impactantes argumentos a la serie histórica de los mismos—.¡Y no hay olas! —repetía por segunda vez, ya que mi colección de motivos no daba para más.
—Mañana vamos a la Concha —me prometían sin escuchar mis razonamientos imbatibles—. ¡Venga, tira! ¡Y ponte la gorra!
Así que cargados con toallas, esteras, sombrillas, cremas solares, cubo, rastrillo y pala recorríamos los escasos diez minutos que nos separaban de la playa que “estaba tan lejos” y sufría aquel sinfín de inconvenientes.
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