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Cuando ya teníamos instaladas las sombrillas y las tumbonas sobre la arena, mi madre me embadurnaba de crema solar factor “tropecientos” y me encasquetaba una gorra. Para completar mi atuendo de bañista me vestían con un escueto bañador de la época tipo “slip”, ya que mis padres no eran de los de dejarme desnudo por la playa como era costumbre hacer con los niños de más corta edad. Era un acto de prudencia. Sabían que, inevitablemente, terminaría lleno de arena y había que proteger mi anatomía en formación de las irritaciones de este elemento arenoso cuando se empeña en aventurarse por según que sitios ignotos de nuestro cuerpo.
Otros niños de mi edad, como digo, andaban como Dios los trajo al mundo. Y yo, con mi bañado turbo, me sentía en cierto modo superior. Este humilde narrador no iba enseñando las vergüenzas por ahí. Vestía como los mayores. Tenía clase, estilo, saber estar... Decencia y decoro. Esta tontería me debía durar unos pocos segundos; en cuanto acababa el engrasado de crema solar y, por fin, me veía libre para jugar en la orilla del mar. Pero, ¡ojo!, me estaba permitido meter los pies en el agua, pero nada más, hasta la hora en que la digestión se hubiera terminado. Eran unas normas un poco estrictas, pero, observándolas a rajatabla, jamás se dio en mi familia corte de digestión alguno. Ahora, en el verano, los telediarios, víctimas de la falta de noticias de interés, se vuelven truculentos y hacen recuentos en piscinas y playas de los ahogados. Sobre todo si son niños. Y nos dan cifras espantosas. Me pregunto cuál era el censo de ahogados en los ochentas. No lo sé. Pero me gusta pensar que sería menor y que, en parte, era por esta arraigada costumbre de nuestros padres y abuelos que, hoy en día, no sé si de manera justificada, ha caído en desuso.
Para ocupar este tiempo de espera digestiva, en la playa había muchas opciones: cangrejillos, ermitaños o no, que atrapar, conchas que buscar, castillos de arena y ciudadelas medievales que construir observando mejorables conceptos arquitectónicos, alguna niña —o joven— que observar, quizás aún sin saber por qué... Vamos, que el tiempo se pasaba volando, y cuando se terminaba el toque de queda, abandonaba todo, incluido el castillo, los cangrejos y la niña —o joven— y, sin mirar atrás, me zambullía en el agua salpicando lo máximo posible. Puede que incluso, en un alarde épico, buscando la excelencia en la ejecución, gritara aquello de «¡Jeronimooooo!». Pero eso sí, mi aventura de incursión iniciática en las profundidades marítimas llegaba hasta la altura del bañador y poco más, ya que las olas podían causar un disgusto al intrépido pero joven Mario y mis padres, ojo avizor, de ahí no me dejaban pasar. Era un mandato que obedecía sin poner “peros”. Casi por instinto. Podía ser un niño pero tampoco era un loco. Ya habría tiempo más adelante para la epopeya. O no.
—Mírale, parece un garbanzo —decía mi madre y es que cuando por fin podía meterme en el agua y empezaba a jugar con las olas, ya no volvía a salir hasta la hora de marcharnos. Por mucho que se me arrugaran las manos.
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