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Parte de los hombres de la familia desaparecían durante una o dos horas para ir a bucear y buscar caracolas y pulpos. El operativo se montaba de la siguiente manera: Mi hermano y mi primo buceaban con su tubo, escopeta de buceo y aletas. Mi otro primo se quedaba por la zona flotando en una cámara de rueda, custodiando el retel con las capturas. Mi padre nadaba alrededor haciendo alguna inmersión y controlando las acciones del equipo; también servía de enlace entre los buceadores y el retel. A veces mi tío, desde las rocas, controlaba la marcha de las operaciones desde una posición que permitía una visión de conjunto. Siguiendo este sistema se realizaron grandes capturas, mitificadas convenientemente con las exageraciones propias de los pescadores patrios. Ya saben: «Pues el pulpo que cogimos media, por lo menos, más de medio metro», «las caracolas de este año son del tamaño de un puño», «Pues la nécora que pillamos el otro día parecía un centollo; y hembra, además», etc. Pequeñas —o grandes— licencias descriptivas que el español de antes y de ahora se permite, para así afianzar su carácter latino, alejado siempre de la aburrida exactitud de nuestros hermanos germanos o escandinavos, menos dados a la fantasía cuando de tradición oral se trata.
Con todo, se dieron diversas aventuras en estas jornadas de probada veracidad. Una de las más celebradas fue aquella en la que mi padre cogió un pulpo que había atrapado mi hermano con idea de llevarlo hasta el retel. El cefalópodo, que no parecía querer ser capturado y se temía lo peor, logró zafarse y ascendió por su brazo, propinándole un mordisco casi a la altura del hombro. De aquel lance mi padre conserva una muesca bien visible, ya que el animal, salvaje y rencoroso, le arrancó un trocito de carne con su pico.
En otra ocasión mi padre salió del mar con un pulpo en la mano que se había encontrado despistado por los roqueros aledaños a la zona donde estaban los bañistas. Se lo pasó a mi abuelo que andaba por la orilla. El bicho, consciente ya del grave error de su despiste, mordió a mi ancestro en la fina telilla de carne que tenemos entre el dedo pulgar y el índice. A pesar de ello, mi abuelo no soltó al cefalópodo hasta dejarlo en alguno de los reteles debajo de la sombrilla. Al parecer, de la herida salió abundante sangre. Espero que el animal estuviera bueno una vez cocinado.
Y es que los pulpos de Oropesa del Mar se defendían con esa bravura propia de los españoles de antaño. Aunque en agosto más les habría valido irse a hacer turismo a otro lado.
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