El Reino de los Malditos | Amazon en español | leer libros gratis | libros baratos amazon | realismo mágico | libros fantasía | Siglo de Oro | Novelas históricas
1
Don Higinio Lopezosa Quesada era un hombre inmensamente rico. No sabía con exactitud el volumen de su fortuna, pero no por ello era una persona dichosa, ya que en otro tiempo, a pesar de contar con mucho menos patrimonio, había conocido una felicidad que no volvió a sentir nunca más en su vida; y ese recuerdo, esa pérdida le amargaba la mayor parte de sus días, dejándole con una melancolía que le llenaba de desdicha. Y entonces recurría a su instinto violento y cruel para intentar resarcirse, haciendo que los que tenía a su alrededor sufrieran también a causa de sus propias tristezas. Pero aquello nunca le bastaba porque, al final, volvía a caer sobre su conciencia el peso de la realidad: Ni todo su dinero —cantidad no menor a al millón novecientos cincuenta mil alejandrinos de oro—, sus tierras, su mansión, sus caballos, carruajes y sus lujos podían proporcionarle la dicha que en su día le regaló sinceramente su esposa, la hermosa Escolástica Eugenia Ortega.
Fue militar, ocupando un cargo importante desde muy joven, pero lo abandonó todo cuando su mujer murió tres meses después del parto de Laura, aquejada de una dolencia nunca vista. Llevaba siendo viudo, por tanto, todos los años que tenía Laura y su carácter malicioso había empeorado desde aquel desafortunado día en que dejó de respirar su amada. Igual que si fuera víctima de una maldición.
La enfermedad de Escolástica Eugenia fue causada por una inexplicable infección alimenticia que se apoderó de ella durante dos semanas y media de sufrimientos impensables, y que los caros y prestigiosos médicos que don Higinio contrató, entre los mejores de todo San Josafar —es decir, de los mejores de la Europa de su tiempo—, no supieron contener. Algo venido en un barco negrero desde el otro lado del océano terminó en la última escudilla de un guiso de cangrejos de río que la desdichada mujer fue capaz de degustar por su propia mano. En el plato que más le gustaba, que siempre devoraba con delectación, hasta la última pizca de salsa, se coló esa semilla pequeña, imperceptible, sin ningún sabor… pero con la potente propiedad de matar de la peor manera a un ser humano. Así, la más bella del reino sufrió de espasmos y dolores musculares que le hacían torcer su cuello, brazos y piernas formando posturas anti natura, igual que un muñeco de madera roto. También vomitaba todo lo poco que lograban que comiera, esputando un mejunje maloliente con visibles restos de sangre negra; pero antes de aliviarse sufría unas arcadas terribles que le desencajaban el rostro, haciendo que su semblante formara muecas que infundían pavor. Don Higinio veía desesperado los cambios imposibles en su amada sin saber cómo poner solución a aquello. Y, loco de impotencia, comprobó cómo a los diez días la piel de su esposa se le volvió de una espantosa tonalidad amarilla y se le llenó de ronchas marrones, que terminaron por ser negras. Y cómo sus bellos ojos azules se inyectaban en sangre, hasta el punto de parecer poseída. Y cómo el último domingo de su vida empezó a delirar a gritos, de puro terror, porque veía alucinaciones de los espíritus despedazados de sus antepasados caídos en batallas de guerras antiguas; y también venían a visitarla las mascotas de su niñez, ahora desdentadas y en los huesos, con la putrefacción y el hedor que da la muerte con los años. Y, ya agotada de tanto horror, en su momento de mayor locura, se le apareció su difunta abuela Francisca Augusta, que la había tratado peor que a una esclava cuando apenas tenía cinco años y que ahora volvía, demacrada por la muerte, más cruel que nunca, para atormentarla en sus últimas horas. O para llevársela al horrible mundo que habitaba ahora.
Hasta los regios oídos del Rey Bartolomé III El Magnífico —apodado así no por sus hazañas, sino por su afición a un vino recio del norte del país que recibía este nombre— llegó la noticia del padecimiento de la bella esposa de don Higinio. Sin dilación, mandó a su médico personal que se acercara hasta la casa donde penaba la enferma, exigiéndole resultados.
—Si muere bajo tus cuidados, no vuelvas —le amenazó—. Y escóndete, porque mandaré a buscarte.
El galeno, un sabio de sesenta años, inventor de algunos procedimientos médicos de probado éxito, principal responsable de cortar de raíz y para siempre un brote de peste en la capital del reino quince años atrás, se presentó en la casa de don Higinio la mañana en que murió Escolástica Eugenia. Irene, la hija mayor del matrimonio le abrió la puerta. Tenía cinco años recién cumplidos. El médico notó en su mirada una maldad inverosímil en alguien tan joven. Se le heló la sangre y empezó a temblar sin saber por qué. La niña desapareció corriendo unos segundos después, justo cuando escuchó que se acercaba su padre dando fuertes golpes en el piso con los tacones de las botas reglamentarias de su uniforme. Don Higinio invitó a entrar al médico. El hombre, mientras escuchaba las explicaciones de su anfitrión, no podía quitarse de la mente la mirada llena de malicia de aquella niña.
«Esto es un mal presagio», pensó sorprendido, ya que nunca había pasado por su entendimiento dar crédito a supersticiones.
Cuando el joven militar le abrió la puerta de la habitación donde tenían encerrada a su mujer, ésta se levantó de la cama de un solo impulso, se quitó el camisón dejando a la vista un cuerpo que ya no parecía humano, miró fijamente a su marido, le señaló con sus brazos carentes de carne y, como si absorbiera todas las malas acciones que su querido esposo había cometido hasta la fecha, su cuerpo se hinchó y emitió un horrible sonido de descoyuntamiento. Escolástica cerró los ojos, suspiró hondamente, sonrió sintiendo algo de paz y, ya carente de vida, calló al suelo como si las ligaduras entre sus huesos hubieran desaparecido.
El médico certificó su muerte. Y barruntó también la suya.
2
Tras el terrible suceso de la muerte de Escolástica Eugenia, don Higinio se trasladó a vivir, en un destierro impulsivo y voluntario, a La Alpurria del Campo; y allí, poniendo una distancia mayor a las ciento setenta y cinco leguas entre sus recuerdos en la capital del reino y él, intentó olvidar a su amada... Pero le fue imposible.
Era todavía un joven militar, con algo más de cuatro años de servicio, cuando conoció a la imponente Escolástica Eugenia. Ocurrió en la fiesta de Mayas más multitudinaria que se recordaba en San Josafar. Fue un cuatro de mayo en el que se celebraba, como en los siguientes días, la invención de la Santa Cruz y por todos los barrios de la ciudad se había instalado uno de estos símbolos, que los vecinos adornaban en proporción directa a su nivel económico, devoción y desprendimiento.
En el momento de elegir a la Reina de Mayo todo era un rumor de dudas. Antes habían desfilado por la tarima puesta al efecto veinte preciosas, solteras y jóvenes aspirantes, que, según rezaba en los carteles anunciadores del evento, estaban bajo la influencia y protección de Camael, ángel de la belleza. Por fin, el alcalde Juan de la Cuadra nombró como Maya a Escolástica, y aunque fue casualidad, la ganadora resultó ser la justa, a pesar de que el máximo edil de la ciudad era buen amigo —de los que deben favores y grandes— de los padres de la bella aspirante.
Acto seguido de resolverse el dilema, la nueva Reina de Mayo fue vestida galanamente y coronada con una diadema de metal dorado que brillaba como si fuera de oro de verdad. Después fue entronizada con todos los honores y rodeada de cestas de flores que exaltaban aún más su indiscutible hermosura y estilo. El resto de participantes pasaron a ser su comitiva y la belleza de todas, colocadas de manera muy sutil y estudiada, daba al conjunto una sensación etérea, mitológica, de Olimpo de diosas del mundo antiguo. Por el “altar” de Escolástica Eugenia y su “corte” fueron pasando todas las personalidades que se prestaban a este juego, haciendo la correspondiente reverencia real. A veces, teatralmente exagerada, lo que levantaba risotadas entre el público que veía la escenificación. Después de la genuflexión, la costumbre era dar dinero a la Reina de Mayo. Al día siguiente, la Iglesia repartía esos cuartos —en realidad, una pequeña porción de ellos, ya que en el recuento final siempre se distraía hacia las arcas del arzobispado la mayor parte— entre los pobres, pues se decía que la belleza provenía del bien absoluto y, por tanto, sólo podía general buenas acciones.
Don Higinio se puso a la cola de las personalidades que tenían el privilegio de presentar sus respetos a la Reina de Mayo de aquel año. Más de uno pensó, a la vez que entregaba algún alejandrino, en lo agradable que resultaría llevarse a la cama a semejante mujer. El joven militar notaba cómo esos sujetos la miraban con pensamientos impuros, imaginándose perversiones que llevar a cabo con la Maya. Uno de ellos, maquillado a la moda inglesa, con una exagerada peluca y un lunar en su rostro blanqueado, besó sonoramente la mano de Escolástica y luego, muy despacio, se permitió lamerle la muñeca hasta llegar a medio antebrazo. Después la contempló con media sonrisa, fijamente, examinándola, esperando, tal vez, que ella le devolviera el gesto con algún mohín coqueto que se pudiera interpretar como una invitación para verse después.
Don Higinio miró al tipo maquillado fijamente, sin fingir su desprecio, y le siguió con la mirada hasta que le perdió de vista.
«Y el muy cabrón no ha soltado ni una moneda», masculló justo antes de que llegara su turno.
—Mi señora —le dijo a la Reina de Mayo, antes de posar la frente sobre su mano unos segundos y entregarle dos alejandrinos de plata a la dama pelirroja que tenía a su derecha.
«Esta mujer ha de ser mía», pensó mientras observaba los ojos azules transparentes de la Maya, con la admiración con la que se contemplaría a la diosa Afrodita reencarnada.
Escolástica Eugenia también observó a aquel hombre. Era alto y fuerte. Con el rostro duro y la mirada algo turbia. De aspecto peligroso, pero con mucho atractivo. Lucía un tupido bigote con las puntas perfectamente enceradas y se cubría con su traje militar de gala impoluto del que colgaban algunas condecoraciones y medallas poco importantes, si las comparamos con las que vendrían en los siguientes años. Pero ella no sabía distinguir el valor de aquellas distinciones y creyó que quizás sería el héroe de alguna de las constantes guerras que mantenía Gurracam con los países vecinos o con los crueles piratas berberiscos.
El joven militar no dilató más de lo que permitía el decoro el tiempo con la dama y dio media vuelta en un movimiento propio de un desfile, manejando la capa como si fuera parte de su anatomía. Ella se quedó impactada y siguió mirándole mientras se alejaba dando fuertes taconazos contra la tarima, sin hacer ningún caso a la siguiente personalidad de la fila que pugnaba por presentar sus respetos.
Por espacio de media hora, don Higinio anduvo entre la gente con la imagen de Escolástica en su cabeza. Hechizado. Entonces vio justo delante suyo al hombre de la peluca y el lunar, el tipo que se había propasado de manera asquerosa con la nueva Reina de Mayo. No se lo pensó dos veces y embozado, con la pistola de mecha escondida en su capa, le apuntó por la espalda.
—No hagas ruido y sal muy despacio hacia esa calle —le ordenó con firmeza mientras le empujaba.
Por un pasadizo aledaño a la plaza se metieron en un callejón sin salida. El joven militar se guardó la pistola y, antes de que su acompañante pudiera decir nada, le propinó una fuerte patada en la entrepierna usando la puntera de acero de sus botas militares. El hombre emitió un grito ahogado y calló al suelo en posición fetal. Casi sin respiración.
—Ni se te ocurra acercarte a la Maya nunca más o perderás para siempre eso que ahora te duele tanto. ¿Me has entendido?
El hombre, tirado sobre un charco de orina reciente, con las manos sosteniendo sus genitales en un intento inútil de disminuir el dolor, no pudo decir nada. Don Higinio le agarró por la pechera y le propinó un fuerte puñetazo en la cara. El hombre escupió un diente y empezó a sangrar por la nariz.
—¡Responde! —insistió.
El agredido, con los ojos aterrados, la peluca medio caída, el semblante embadurnado de una mezcla de maquillaje blanco y sangre, hizo un ademán con el rostro que pudo significar cualquier cosa, pero que dio a entender a su agresor que le había entendido.
—Muy bien. No lo olvides o lo lamentarás —volvió a amenazar don Higinio y se alejó del lugar, confundiéndose con el resto de la gente de la fiesta. Como si nunca hubiera estado allí.
Y en aquel callejón maloliente se quedó tirado como un perro, muerto de dolor y humillación, el duque de Yorkshire y Shrewsbury, miembro de la Cámara de los Comunes inglesa, invitado a San Josafar para la ocasión. No entendió ni una sola palabra de lo que le dijo su agresor, ya que no hablaba el gurracamés, pero adelantó su viaje de vuelta una semana y al día siguiente inició el regreso a su amado reino para no volver nunca más a pisar las tierras de Gurracam. Por más invitaciones que recibiera.
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