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¿Qué viajero no tiene alguna anécdota relacionada con la estancia en un aeropuerto? En los relatos de viajes contenidos en el volumen "Los viajes del cambio de siglo" se relatan con mucho humor unas cuantas de estas historias, como por ejemplo al comienzo del primer capítulo del "Viaje a Mallorca". ¿Os resulta familiar?
SÁBADO 4 DE DICIEMBRE DE 1999
A las 9:00 de la mañana salía nuestro vuelo de Iberia desde la terminal dos del aeropuerto de Madrid-Barajas. Al menos, en teoría. Mi hermano me acercaba en coche hacia el punto de despegue. A pesar de la emoción del momento, todo parecía indicar que la aventura no iba a comenzar bien. Como suele ocurrir por estas fechas en la capital de España, una espesa niebla se mezclaba con la noche, cubriendo de negros presagios la ciudad y, de paso, mis pensamientos. Aquel estaba llamado a ser una especie de viaje iniciático. El primero, de cierta envergadura, que iba a realizar fuera de la influencia familiar. Además, empezaría con la experiencia de mi primer vuelo. Nunca había montado en avión y, este hecho, hacía al viaje como más exótico; como ir al extranjero sin salir del territorio del propio país. Un periplo a tierras tan ignotas, que había que ir en un avión, cruzando cordilleras y mares, hasta llegar al alejado destino. A tal punto de emoción e inexactitud puede llegar la imaginación del viajero primerizo cuando emprende su andadura por el mundo; por mucho que su vuelo inicial dure una pírrica hora. Pero la espesa niebla de aquella madrugada hacía que todos esos fantasiosos pensamientos fueran desmontándose uno a uno. Y es que este viaje, por muy “iniciático” que fuera, comenzó de forma patética.
--o--
Luego de despedirme de mi hermano y deambular por el aeropuerto algo perdido, contacté con Pedro de casualidad, ya que no fue en el punto de encuentro donde acordamos. Esto nos hizo perder bastante tiempo, ya que por aquella época no disponíamos de un teléfono móvil para localizarnos. Como ya estábamos todos los miembros de la expedición reunidos, facturamos las maletas, pasamos el nada minucioso control de la Guardia Civil y fuimos a nuestra puerta de embarque ansiosos de que el avión nos engullera y empezara a cruzar el cielo peninsular. Lo hicimos todo muy deprisa, ya que nuestra falta de coordinación inicial y la parsimonia de la aduana nos habían retrasado más de lo previsto. Aquel comienzo precipitado y excitante de nuestra aventura, nos hacía andar risueños y emocionados; éramos jóvenes, empezábamos un viaje a una isla Balear, volaríamos —en mi caso— por primera vez dentro de unos minutos… ¡Qué poco imaginábamos, mientras corríamos por la zona de embarque, que, en realidad, nos quedaban cinco desesperantes horas para encarar la pista de despegue! ¡CINCO!
Después de que por megafonía informaran de retrasos en todos los vuelos, se nos cayó el alma a los pies. Miramos desconsolados por los ventanales y vimos la incansable niebla, blanca y espesa, impidiendo que los rayos del sol del amanecer calentaran el suelo de las pistas.
—¿Y nos van a tener aquí hasta que levante la niebla? —Pregunté desesperado.
Pedro se encogió de hombros, tan desilusionado como yo.
—Hemos mandado misiones tripuladas a la luna, sondas espaciales a Plutón, llegado al suelo abisal de la fosa de las Marianas… Y ¿no somos capaces de despegar un avión cuando hay niebla?
—Sí, y también el metro de Madrid podría recorrer la distancia de Aluche a Plaza Castilla en veinte minutos… y no lo hace nunca. Anda, vamos a tomar un café, que esto va para largo… —propuso Pedro, obviando mis razonamientos de ignorante absoluto en el terreno de la aviación de finales de siglo. O de cualquier siglo.
Y tomamos café; y recorrimos todas las tiendas de Duty Free, revisando y comparando precios de artículos que no íbamos a comprar; y chequeamos los monitores de salidas cien millones de veces; y divisamos los aviones parados, que se ocultaban y volvían a ser visibles según el capricho del fenómeno meteorológico que nos mantenía allí varados.
En nuestro aburrimiento, acusamos de sabotaje a un señor vestido con un mono que hacía no sé qué en los bajos de una escalera de pasajeros. También observamos los camiones de maletas y los autobuses de pasajeros, que se movían vacíos y en apariencia desorientados, como si fueran coleópteros gigantes aturdidos bajo la lluvia intermitente que se mezclaba con el falso humo de la niebla.
—Parecen hechos con piezas de “Tente” —sugerí—. ¿Te acuerdas del juego de construcciones aquel?
—Sí, claro. La verdad es que tienen un diseño muy particular. Como cuadrado.
—El caso es que parece que la niebla ha subido un poco.
—Psi...
—Sí hombre. Aquellos aviones de allí al fondo apenas los distinguíamos antes.
—Psi...
—Y mira, allí se ve un avión que está despegando...
—Anda, vamos a ver los monitores.
Efectivamente, las aeronaves empezaron a tener hora de despegue. Pero nuestro vuelo seguía con el aviso de retrasado en varios idiomas. Observamos con resquemor cómo otro avión de Iberia con destino Palma de Mallorca, esto es, exactamente igual que el nuestro, iba a despegar en media hora, haciendo gala de una puntualidad que, dadas las circunstancias, rayaba la ciencia-ficción. Parecía que se habían olvidado de planificar el despegue de nuestro vuelo.
Pedro, el que más, y yo, el que menos, nos lo tomamos con bastante deportividad, pero, como sabemos, no todo el mundo es igual. Y así, un señor que al parecer tenía de cuerpo presente a su padre en la capital balear y su madre andaba allí sola, no podía entender semejante desfachatez, y gritaba al personal del aeropuerto, lloraba de impotencia, intentaba contar su situación a quién quisiera escuchar y, en general, comprobaba desesperado como no podía hacer nada para cambiar aquella situación. Otra persona, al escuchar a la una y pico de la tarde que el vuelo se volvía a retrasar hasta las 16:00 horas, empezó a comportarse como un completo energúmeno, de tal suerte que aquellos viajeros que sólo estaban dispuestos a, dicho coloquialmente, “armar la de Dios es Cristo”, como única medida de presión, vieron tan alterado al señor que intentaron calmarlo; aún a sabiendas que había sobradas razones para estar así. Quizás pensaban que con aquel despliegue de modales primarios tenía pocas opciones de éxito al enfrentarse a los bien entrenados empleados del aeropuerto y, por el contrario, muchas posibilidades de experimentar un fulminante infarto... Sea como fuere se consiguió que nos dieran un avión a las 14:00; si fue casualidad, un milagro o consecuencia de la presión de los pasajeros, no se sabe. Por tanto, en hora (quiero decir, cinco —¡CINCO!— horas después de lo que ponía en nuestros billetes) la aeronave “Ciudad de Logroño” de Iberia despegaba con el comandante Gálvez a los mandos y todos nosotros dentro, comprobando algunos con pena que las despampanantes azafatas que pueblan “todos” los aviones de las películas no se ajustan ni remotamente a la realidad. En este oficio, al parecer, no es obligatorio ser una mujer extraordinariamente bella, aunque tampoco es un problema. Por lo general, priman más otras cualidades. Y es que viajando se aprenden muchas cosas y se desbaratan certezas que acaso no lo son tanto.
A las 14:15 nos sirvieron el desayuno que nos tenían que haber dado a las 9:15 y cuando nuestras barrigas empezaron a digerir tan “formidable” almuerzo, llegamos al aeropuerto de Palma de Mallorca. Allí, tras transitar por casi la mitad de las instalaciones para poder acceder al lugar de recogida de maletas, nos montamos en el Peugeot 505 ranchera que nos esperaba para transportarnos hasta nuestro hospedaje. Recorrimos en un suspiro la Vía Cintura y arribamos sin novedad el hotel “El Mirador”, en plena bahía de Palma. En este corto trayecto pudimos apreciar una panorámica rápida de la Catedral y alrededores, lo que nos alegró la existencia, tras una mañana, que, por decirlo finamente, resultó poco provechosa.
Eran las 15:30 cuando salíamos del coche.
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