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  • Foto del escritorMario Garrido Espinosa

Notas de Campo: El atardecer de sus vidas

Actualizado: 5 oct 2021


Deogracias Melquíades y Pío se conocían desde niños. La vida les había hecho coincidir en los juegos infantiles de la calle de su barrio, en las miserias del colegio, en las desgracias de la mili, cuarenta y tantos años de trabajos y abusos en el astillero y, como no podía ser de otro modo, en sus últimos días en la residencia, acaso los más felices de su existencia. Siempre que la vida se tornó más torcida que de costumbre, se ayudaron de manera natural, cual si fueran hermanos en la batalla, sin tapujos, sin pedir cuentas después. Unas cosas y otras les volvieron inseparables. Y así, una tarde, junto al paseo marítimo que adornaba el final de su recorrido por este mundo, se sentaron a contemplar un bello atardecer.

—¡Qué bonito! ¿Verdad, Deogracias Melquíades? —dijo Pío, que llamaba a su amigo por el nombre completo. Al principio fue por fastidiar; luego por costumbre—. Es como una postal. A veces pienso que, para lo que nos queda, sería mejor terminar en un momento como este, admirando esta belleza, en paz, dejando que el ronroneo de las olas nos relaje hasta el final —enumeró poético pues se sentía inspirado—. Y no pasando calamidades en la cama de un hospital.

—Pues sí, pajarito—afirmó el otro, que le motejaba así haciendo mofa de su nombre, también primero por chinchar y luego por hábito—. Ciertamente, estamos ya aquí con el permiso del enterrador… o porque se ha olvidado de nosotros; pero al final se acordará, seguro.

—Bueno, pues es cuestión de ponerse —se reafirmó Pío en sus ideas—. De dejar de respirar mientras observamos el horizonte, el mar, el cielo... Mirando como el Sol desaparece, igual que nuestra vida...

—Pues no es un mal final, no —reconoció el otro.

—Un final elegido por nosotros mismos, que no es poco.

—Pues venga, a ello.

—Alea jacta est.

El atardecer siguió su curso, dando fin al día, a la luz... Dejando espacio al descanso, a las tinieblas, al silencio, al fin de las cosas...

—¡Anda ya, Deogracias Melquíades, que parecemos gilipollas! —exclamó Pío con cierto mosqueo y dejando de lado la poesía en sus palabras; bastante decepcionado consigo mismo y su amigo del alma—. Aquí rojos como tomates y boqueando cada treinta segundos igual que si fuéramos dos atunes de setenta kilos recién pescados. ¡Ya no servimos ni para dejar de respirar!

—¡Qué lástima…!

—Bueno, tampoco nos amarguemos más de la cuenta —se conformó Pío—. Anda, Deogracias Melquíades, vamos al bar de Aurelio a por dos gin tonic que todavía dura la hora feliz.

—Vamos, Pajarito... Pero te digo una cosa: la próxima vez que tengas el día místico y te pongas a hablar en latín, te van a dar por culo. ¿Estamos?

—¡Cómo eres! Ya no se puede ni parafrasear al divino Julio César.

—El “divino” ese es otro qué tal baila...

Y los dos abueletes se fueron a su bar habitual, apoyados el uno en el otro, como toda su vida.


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