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Foto del escritorMario Garrido Espinosa

Sabor a viejo. Blake y Mortimer, El misterio de la gran pirámide

Actualizado: 1 jul 2020


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Que las historias de Blake y Mortimer creadas por Edgar P. Jacobs, el discípulo aventajado (aunque no el único) de Hergé, destilan una pátina de clasicismo mezclada con la atracción propia de lo antiguo es algo que cualquier buen aficionado al cómic siente enseguida. Abrir un álbum de los primeros que se crearon de estos dos aventureros, como el caso que nos ocupa, es como adentrarse por las páginas de un códice antiguo. Aquel era un concepto de entender el cómic que ya no se estila (aunque los nuevos álbumes de estos personajes intentan siempre ser fieles) pero que, según mi gusto, era una verdadera maravilla: Muchas y detalladas viñetas por página; bocadillos con texto a rebosar (en la forma literaria en que se expresaban las cosas antes); argumentos sobradamente documentados, en ocasiones casi enciclopédicos; texto explicativo (y, en muchas ocasiones, redundante) de la acción que vemos en las ilustraciones, a veces usando la viñeta entera sin dibujo para narrar lo que corresponda; exactitud casi fotográfica, filtrada siempre por el tamiz limpiador y embellecedor de la “línea clara”, en la reproducción de las calles de las ciudades, de los espacios abiertos, de los restos arqueológicos, de los decorados, de los coches (modelos Lincoln ¡de ocho cilindros! o Austin de la época), de los uniformes, de los objetos, de los edificios… incluido, en nuestro caso, el Museo de Arte Antiguo de El Cairo, donde se desarrolla parte de la acción del cómic. En este último apartado, yo mismo soy testigo de que es cierto lo que digo. En el año 2004 hice un viaje a Egipto y visité el citado museo. En la plancha número seis del primer tomo de “El misterio de la gran pirámide”, el profesor Mortimer pasea por el museo con su amigo el profesor Ahmed Rassim Bey, director del Servicio de Antigüedades de la capital egipcia; pues lo que muestran las viñetas es exactamente lo que recuerdo de aquel lugar y es que, como ya reflejé en mi relato de viajes “Viaje a Egipto”, dentro del libro “Los viajes del cambio de siglo”, este maravilloso museo me pareció en su día retenido en el tiempo. No recuerdo diferencias sustanciales entre las viñetas y mi visita, a pesar de que hay más de cincuenta años de diferencia entre una cosa y otra. Así lo describía en mi relato: “El sabor a viejo de este museo se te queda para siempre en el recuerdo. No ha debido cambiar mucho desde que se fundó. Parece que entras en un decorado de principios del siglo XX y que te vas a encontrar con la puerta del despacho de Allan Quatermain, Richard Burton o David Livingstone. Por donde mires verás armarios, viejos y llenos de polvo, donde se almacenan sin aparente orden miles de piezas de incalculable valor. Da la sensación que puedes abrir las vitrinas y llevarte lo que te parezca. Y, por supuesto, están las estatuas y esfinges, que es muy difícil que te dejen de asombrar.”

Volviendo al cómic, la historia se divide en dos tomos: "El papiro de Manetón" y "La cámara de Horus". Como ya nos tienen acostumbrados estos dos solteros de oro, la trama oscila entre el relato de espionaje clásico y las aventuras más o menos fantasiosas o policiacas (al estilo Sherlock Holmes). En este caso la excusa es la búsqueda de una cámara secreta en la pirámide de Keops donde según un papiro atribuido a Menatón, el historiador del siglo III antes de Cristo, se encuentran los tesoros del padre de Tutankamon, esto es, el faraón hereje Akenatón. Por supuesto, el malvado coronel Olrik (personaje cuyo físico está basado en el propio Jacobs) anda de por medio y no para de intrigar y delinquir para hacerse con el hipotético tesoro. Una aventura bien dibujada y prolijamente narrada, quizás con la intención de convertirse en algo clásico, milenario, como la propia historia del antiguo Egipto. ¿Exagero? Veamos, por ejemplo, algunas de las expresiones que podemos leer en sus páginas: “Se trata de una banda de aventureros audaces”; “En cuanto a usted, Abdul, sea diligente…”; “¡Vamos, querido amigo, venga conmigo!”; “Bájate aquí, es más prudencial”; “¡Qué latoso!”; “Un criado de mirada escrutadora”; “¿Qué haces ahí, inmóvil como una estatua de la perplejidad?”; “¡Cuidado con ese astuto pillo!”; “¿Pero cómo iba a imaginarme yo que me iba a encontrar con estos infames quirópteros?”; etcétera. Seguro que ahora diríamos lo mismo de manera bien distinta. Acaso de una forma más obscena, directa, ofensiva. Sea como fuere, estas expresiones suenan a antiguo, ¿verdad? Pero “antiguo”, en el sentido de victoriano, decimonónico, de vieja novela de aventuras, de folletín, de relato de Julio Verne o Emilio Salgari ambientado en las calles de El Cairo de la mitad del siglo XX, con sus transeúntes vestidos al estilo musulmán unos (chilabas, velos, turbantes y babuchas) y a la última moda de Paris los otros (traje chaqueta con falda ellas e impecable traje cruzado ellos). Todos y todas con sombrero, ya sea de ala ancha o un fez rojo con su acostumbrada borla negra. Todo milimétricamente representado como tenemos grabado a fuego en nuestro imaginario; aunque nunca estuviéramos allí en aquellos años.

Como casi siempre ocurre con este cómic, el protagonismo lo lleva el profesor Mortimer y el capitán Francis Blake no es más que un secundario de lujo… una especie de capitán Haddock de Tintín (también “capitán”, fíjese el lector en la fina analogía de este humilde comentarista) que cuando sale tiene mucho peso, pero le cuesta ensombrecer a su partenaire. De hecho, el flemático capitán Blake, que en el tiempo de esta aventura egipcia ostentaba el cargo de “political agent” del MI5 para el Oriente Medio, no aparece hasta la plancha 42 del primer tomo, le vemos durante cuatro páginas y ya casi no vuelve a dar “señales de vida” (nunca mejor dicho) hasta la plancha 21 del segundo tomo. Tanto es así que Blake no se muestra en ninguna de las dos portadas, siendo la primera, curiosamente, un pasaje del segundo tomo.

Aunque el autor parecía olvidarse a veces del capitán Blake, a quién sí que tenía presente en su cabeza era a su célebre maestro: Georges Prosper Remi, Hergé. De hecho, de todos los álbumes firmados por Edgar P. Jacobs, este es el que a mí me parece más parecido en su estilo a los “Tintines” que él mismo ayudó a realizar. Y es que el lector avisado y observador seguramente habrá detectado en el primer tomo, plancha 40, viñeta 13, como hay una tienda de la legendaria capital del Nilo cuyo rótulo es “Hergé y Cia”. No sabemos qué venden ahí pero, en cualquier caso, se trata de un bonito homenaje, propio de un discípulo agradecido.

Por otro lado, el cómic también rezuma antigüedad por el hecho de que no hay ni pizca de eso dictadura que se viene en llamar “lo políticamente correcto”. Así, los personajes mueren asesinados sin ningún tipo de problema si la trama así lo requiere. Los protagonistas fuman en pipa y los secundarios tienen un cigarrillo en sus manos en la mayor parte de las viñetas. Y también beben. Mortimer, en el colmo del colonialismo y la “indecencia”, tiene un criado indio (de la India británica, se entiende), de nombre Nasir, que es definido como “su fiel sirviente”. El profesor no duda en ordenarle (con corrección británica, eso sí), a cualquier hora del día o la noche, todo lo que se le ocurre: que si ocúpate del equipaje, que si pídeme un taxi, que si alquílame un coche… hasta un caballo le pide. Y Nasir, tras decir un sumiso «sí, sahib…» o un todavía más servil «el sahib puede contar con su sirviente…» , se busca la vida con obediencia perruna para conseguir complacer a su amo. Por cierto, no suele tardar más de una viñeta o dos en conseguirlo. Nasir es un lacayo muy eficiente, como corresponde a los indios de la India colonial británica… En fin, a riesgo de parecer algo retrógrado, estas licencias quizás inadmisibles en la actualidad, a mí me parecen exactas y adecuadas a la época de la narración. Verosímiles y auténticas. Con el exotismo esperable. Nada chirría.

Para terminar, me quedo con la siguiente frase que dice el profesor Mortimer a su colega el profesor Ahmed Rassim Bey: «Pero que esto nos sirva de lección y nos recuerde el viejo dicho de la guerra: “Atención, el oído enemigo está escuchando…”»

Pues eso, ¡Mucho cuidado! «By Jove!!!... Goddamn!!!...», que dirían nuestros protagonistas. Así, en perfecto inglés, con tres símbolos de exclamación y sus tres puntos suspensivos. Vuelvo a insistir, a la manera antigua.

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