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Sobre crueldades todos los países tienen mucho que callar, y el mío, España, no es una excepción. Pero sí es verdad que algunos son más referenciados en este sentido (España, entre ellos; ya se sabe… la medio inventada y, en todo caso, exagerada “leyenda negra”) cuando hay otros que deberían formar parte por mayores motivos en este deshonroso ranking. No voy a hacer cálculos de muertos para dar rigor a lo que acabo de expresar, pero sí es verdad que cuando se habla de atrocidades cometidas en el siglo XX casi siempre se piensa en (ojo, no necesariamente en este orden) la U.R.S.S., Alemania, China, Japón, Turquía... Pero rara vez nos acordamos de la Bélgica de Tintín (la de “Tintín en el Congo”, si me permiten la maldad, ya que estamos con maldades), seguramente porque las atrocidades de este país no tuvieron que ver con alguna de las dos Guerras Mundiales y, además, fueron en África, lugar que no suele estar entre las prioridades de nuestra mentalidad europea. El caso es que existió un horrible genocida llamado Leopoldo II (miembro del TOP4 de genocidas del siglo XX en casi todos los rankings, junto a Stalin, Hitler y el insuperable Mao) que llegó a reducir a la mitad la población del Congo, estimando una matanza de entre 10 y 15 millones de seres humanos. Después de esto, nuestro humilde villano del siglo XX, a Franco me refiero, sin ser bueno, tampoco nos parece tan horrible, ¿verdad?
En este artículo vamos a confrontar dos cómics que tratan el tema belga sobre territorio congolés. Las comparaciones son odiosas y asumo las justas críticas al respecto, ya que, salvo que son cómics y se desarrollan en la misma ubicación, a priori, en poco coinciden. Sobre todo porque hay más de setenta años entre uno y otro y la mentalidad de los seres humanos en un espacio de tiempo como este suele cambiar bastante. Pero aun así, son dos relatos con belgas pisando tierras congoleñas. Veamos entonces cada historia por separado y hagamos el ejercicio de buscar algo que las hermane, si es que lo hay.
Empecemos por “Tintín en el Congo”, un “pecado de juventud”, según lo denominaba el propio Hergé. La verdad es que es un título atípico, si lo comparamos con lo que vendría después. No sé quién es más protagonista, si Tintín o Milú. De hecho, el perro que más queremos los lectores de cómics (con permiso de Ideafix) resulta ser el más juicioso de los dos, ya que su dueño, como si le hubiera entrado de repente una sed de sangre imparable, se dedica a arrasar con toda la fauna de África; eso cuando no se deja transportar en volandas por los porteadores locales, cual si fueran esclavos y él su amo. Elefantes, monos, boas, cocodrilos, leopardos, antílopes (estos por decenas), leones, búfalos… todo bicho viviente que se pone delante de su fusil corre el mayor peligro. Por supuesto, al elefante le sustrae los colmillos y se los lleva al hombro tan campante. Además, nuestro buen Tintín, tiene ideas tan peregrinas como matar a un chimpancé para luego desollarle (esto no se ve, pero lo suponemos) y utilizar su piel como disfraz; o abrir un orificio en el lomo de un rinoceronte con un berbiquí (accesorio imprescindible para cualquier cazador, como todo el mundo sabe) y luego meter por ahí un cartucho de dinamita que hace que el animal estalle en mil pedazos (y esto sí se ve; «¡Atiza! ¡Creo que la carga ha sido demasiado fuerte!...», exclama nuestro reportero preferido tras ver el resultado de sus ocurrencias). Sí, amigo lector, sigo hablando de Tintín, de ese personaje entrañable que en su revista lucía aquel lema de que era una lectura para gente entre los 7 y los 77 años.
Pero aquí no acaban las situaciones “raras” de este tomo que, siendo justos, parece de otro personaje distinto al bueno, justo, educado, ejemplar e intachable Tintín. Está también el capítulo de los aborígenes. Hergé reconoció que «tampoco pude evitar ver a los negros como niños grandes». Efectivamente, los “negritos”, según se les denomina en el libro, visten de manera estrafalaria y tienen una actitud que raya lo infantil y lo idiota, necesitando siempre la dirección del “hombre blanco” para que no se vuelvan perezosos y hagan tonterías. Por no hablar de sus nombres: Coco, Bola de Nieve… Y eso que la versión aquí reseñada es la de 1946 (la tercera versión que se llegó a hacer del relato), porque la original de 1931, en blanco y negro, era, al parecer, aún más radical con las referencias colonialistas o racistas. Seguramente Hergé reflejaba el imaginario y la opinión belga del momento sobre los habitantes de su colonia, ya que el dibujante no viajó al Congo para documentarse sobre el terreno. No tuve la suerte de conocer a Georges Remi, pero viendo los valores que defendió en sus obras posteriores, no parece que fuera un tipo racista. Así que tampoco saquemos de contexto las cosas.
Por lo que llevo escrito, parece que no hay hilo argumental en este segundo episodio de las aventuras de Tintín. Que nuestro protagonista va cazando y moviéndose entre los “negritos” como un ser superior y poco más. Pues no. Entre una barbaridad y otra, hay una trama que vertebra el relato y evita, en parte, que la matanza de animales continúe. En resumen, de vez en cuando asistimos a las andanzas de un tipo que quiere eliminar a Tintín desde la travesía en barco que le lleva a África. Y es que el gánster Al Capone (“Rey de los bandidos de Chicago”, según lo define uno de sus acólitos cuando Tintín le hace confesar) anda mosqueado con el reportero, ya que cree que puede descubrir su tinglado relacionado con el contrabando de diamantes. Menos mal que este sicario que anda tras Tintín durante casi toda la historia termina (¡cuidado, spoiler!) sus días devorado por una manada de cocodrilos. Sí, no se han equivocado, seguimos hablando del Tintín para niños a partir de 7 años…
Volviendo al Congo belga, uno de los problemas que siempre tuvo esta zona fue que sus tierras atesoraban diamantes. Y aquí es donde hago que entre en esta confrontación imposible el maravilloso tríptico “Katanga” de Fabien Nury y Sylvain Vallée, los mismos responsables de la imprescindible “Érase una vez en Francia” (Mejor Serie en el Festival de Angoulême de 2011). Los títulos de la trilogía son “Diamantes”, “Diplomacia” y “Dispersión”; en los tres casos una palabra que empieza por la letra “D”, no sé si hecho a propósito. El comienzo es apasionante con la truculenta historia, llena de muerte y horror, de la creación del Reino de Katanga, una provincia del Congo, por parte de un miserable llamado Msiri, que llega a ser dos veces Rey y coleccionó 1200 mujeres en su harén. Igual que un Genghis Khan africano, la mayor parte de los congoleños son descendientes en alguna medida de este tipo. Tras este prólogo sangriento (tan descarnado como el resto del relato) empezamos una historia de corrupción política, espionaje, sexo, violencia y acción ubicada en el Congo de 1960, tras su independencia de Bélgica y a comienzos del gobierno de Patrice Lumumba. Se forma un equipo para, en principio, cuidar de los intereses de la explotación minera de cobre de Katanga, La Unión minera de Shinkolobwe. El equipo está formado, entre otros, por un ex teniente retirado, Félix Cantor, veterano de Indochina, Árgel y varios sitios más, que comanda al grupo. No sé si es mucho aventurar que se han basado en el actor Lino Ventura para ponerle rostro, con la nariz más gorda, eso sí. A sus órdenes, un nazi, ex SS, que también ha militado en la legión extranjera y que el dibujante representa con un fuerte parecido con el actor Lee Marvin. Esto no es casual, ya que el impresionante final de la de la historia homenajea un western donde aparece este actor clásico. El resto de compañeros son un sádico tunecino experto en interrogatorios y lanzallamas, un asesino de la mafia marsellesa que también ha hecho de las suyas en el Marruecos de Hasan II, un piloto borracho medio loco y una treintena más de especímenes de una catadura similar, cada uno con una historia detrás que ocultar. Lo que viene siendo un grupo de mercenarios de toda la vida.
El país se convierte en un caos y un sirviente local se hace de manera inesperada con diamantes por valor de 30 millones de dólares, que esconde convenientemente. Pero una vez se conoce este hecho, escudados en la impunidad que da un país desmembrado en etnias de todas clases y políticos racistas hacia todas ellas, una serie de personajes pugnan por hacerse con los diamantes: el jefe de los mercenarios (reclutado por un espía), el paisano que los escondió y su hermana. Y a partir de aquí se suceden escenas de enorme violencia, acción y explosiones, mezcladas con tramas de corrupción política y traiciones de todo tipo. Veamos cómo define el corrupto ministro del interior de Katanga, Godefroid Munongo, también tras los diamantes, al espía que se mueve tejiendo su red entre todos los personajes: «Es usted tan despreciable como fascinante, Orsini. Tiene una ausencia total de altura de miras, no tiene ni causas ni ideales ni moral. Su única motivación es el oportunismo. Escribe usted en secreto la historia de África.»
Entre tanta acción también hay lugar para la crítica. Tras la independencia, en realidad, el Congo seguía al servicio de Bélgica. Ahora no del país como tal si no de las grandes compañías que allí seguían operando. Se denuncia los intereses y la forma de conseguir sus beneficios por parte de estas empresas. También la actitud permisiva (si no participativa) de los gobiernos de Europa que sabemos que, además, suelen negociar con dictadores africanos de cualquier condición con tal de sacar el provecho que corresponda. También se critica a los cascos azules. Sirva como ejemplo este fragmento: El chofer congolés de un coche oficial dice «Los cabrones de la ONU. “Misión de observación”, la llaman. “Protección de la población civil”. ¿Y qué más? Suecos, irlandeses y gurkhas. Este no es su país. A ellos también les pagan, ¿no? Bueno, eso les convierte en mercenarios como ustedes, capitán. ¿Qué diferencia hay?»; la respuesta del duro Félix Cantor no da lugar a dudas: «El color del casco.»
“Katanga”, en resumen, es un cómic estupendo, cuidado al máximo, narrado usando una técnica casi cinematográfica, valiéndose de constantes viñetas alargadas como la pantalla de un cine. Con encuadres que recuerdan a las mejores películas y un estilo de dibujo que te atrapa desde el principio. Una delicia para todos los que amamos estas dos artes. Sólo un apunte más para el probable lector: merece mucho la pena pararse unos segundos a diseccionar las expresiones de las frecuentes caras en primer plano, que te dicen mucho más que cualquier texto que las pudiera acompañar. Ahí lo dejo.
Volviendo a la improbable confrontación entre “Tintín en el Congo” y “Katanga”, después de lo escrito, parecen tener poco que ver uno con el otro… salvo la intención de según qué facciones de quedarse con los diamantes que proporciona aquella tierra en cualquier época. En Tintín, los “negritos” son tontos, pero pacíficos; en “Katanga” son muy violentos y, algunos, hasta caníbales… pero el racismo está presente en ambos relatos; más amable en Tintín, claro… pero el reportero no deja de actuar como un ser superior con los indígenas que se va encontrando. En “Katanga” el racismo es, al menos, de dos tipos: de los aborígenes de una etnia contra otra y el más tradicional entre razas distintas. Así hablan los hermanos protagonistas de “Katanga”: «Allí donde vaya seguiré siendo una negra», dice ella. Respuesta de su hermano: «Serás rica. Los ricos no tienen color.»
Quizás sea rizar mucho el rizo, pero en ambas obras se ve que el Congo sólo interesa a Europa (llámese Bélgica o como se llame) por sus diamantes y recursos naturales. Si hay un tirano gobernando, hay guerra, matanzas y canibalismo… esto es secundario. O menos importante.
Terminemos de manera amable, tras tanto racismo, masacres y violencia, con la fina prosa de uno de los pocos personajes de los dos cómics que no mata a ningún ser vivo y es, en esencia, bueno y valiente. Nos referimos, por supuesto, a Milú: «¡Rápido, Milú, rápido! ¡Debo evitar a todo trance que se realice esta felonía!»
No sé qué piensan ustedes, pero a mí me parece que para ser un perrete tiene más vocabulario que la mayoría de los jóvenes del momento, ¿verdad?
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