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Foto del escritorMario Garrido Espinosa

Saliéndose de la norma. Tintín, Las joyas de la Castafiore.

Actualizado: 2 jul 2020


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Hay que reconocer que fue una decisión muy valiente la de crear una historia de Tintín como “Las joyas de la Castafiore”, tan alejada de las aventuras habituales del personaje, si bien es verdad que en aquel tiempo el reportero belga era tan famoso (este era ya su álbum número veinte) que cualquier guion hubiera tenido ventas; otra cosa sería el daño que se pudiera hacer a la demanda de sus siguientes aventuras. Aunque el aficionado suele perdonar un traspiés, una extravagancia o incluso una traición, cada uno calificará la situación a su manera; al menos, una sí; y hasta dos, que para eso se es un fan del asunto. Bien es cierto que si perdonas el tercero es que estás ciego o no tienes criterio; o ambas cosas… Pero no sembremos tanta inquina gratuita, tampoco es un álbum malo; simplemente es distinto, fuera de la línea habitual, un poco (o un mucho) extraño. Algo así como si un tebeo de Mortadelo y Filemón fuera una tragicomedia romántica que terminara en la boda de uno de los dos protagonistas; o como si la nueva intriga de Iznogoud se convirtiera en un drama donde al final falleciera su fiel Dilat Larath de una enfermedad terminal; o como si el nuevo western del teniente Blueberry tuviera la trama típica de una comedia de enredo llena de trompazos y chistes verdes… Podría seguir elucubrando, pero creo que ya he exagerado bastante, como, por otra parte, suelo.

El experimento fue el siguiente: Hergé publicó en la revista Tintín, una a una y de manera semanal, las 62 planchas acostumbradas de los episodios de su creación universal. Empezó en julio de 1961 y terminó en septiembre de 1962. Los “sufridos” lectores tuvieron que esperar todo este tiempo hasta tener completada toda la obra, la cual, en puridad, no contaba nada espectacular. Pero eso sí, Hergé, cual Dan Brown sesentero, cerraba casi siempre cada página con una viñeta donde dejaba la acción a medias, con algo sorprendente que miraba algún personaje, sembrando inquietud sobre lo siguiente que fuera a ocurrir o esbozando un indicio de que se había resuelto algún misterio sin decir cómo… La incógnita se despejaba en la siguiente viñeta de la siguiente página… ¡De la siguiente semana! Y, de nuevo, igual que el endiosado autor de “El código Da Vinci”, la esperada resolución era algo poco importante, en general decepcionante y de lo más trivial, o, lo que es más exasperante, la puerta hacia otro nuevo misterio. ¿Estaba Hergé sentando las bases de la técnica de escritura de los best sellers modernos? Quizás, pero lo que seguro que quiso calibrar fue la paciencia de sus lectores. Y, al parecer, tenían mucha.

Como digo, en esencia, el comic es una especie de obra de teatro, una comedia de situación (de las llamadas de enredo) donde no paran de entrar y salir un montón de secundarios, sin que sepamos si cada intervención tendrá sentido dentro de la línea argumental principal de la historia o si no son más que una distracción, pistas falsas para engañarnos. Como se ve, un género muy alejado del personaje. Tanto es así que el perímetro de la acción es muy limitado, como el escenario de un teatro: las dependencias del castillo de Moulinsart, la “humilde” morada del irascible capitán Haddock, y los jardines y campos que lo rodean. Nada más. Por tanto, por sorprendente que parezca, nos encontramos ante un argumento de Tintín sin viajes, sin acción, sin paisajes exóticos, sin villanos, sin denuncia social (o casi), sin enigmas de entidad, sin vernos inmersos en los conflictos de la época, sin ese tufillo politizado que a veces se filtraba… y casi, sin el mismísimo Tintín, que pasa por ser un secundario “muy secundario”, un mero espectador de una trama en la que no pasa prácticamente nada.

Pero Hergé era un genio (travieso, en este caso) capaz, como decimos, de no contar nada durante 62 páginas y mantenerte enganchado hasta el final. Por supuesto, en parte es gracias a que este fue el álbum número 20 de la colección. El lector tenía en la memoria todas las aventuras anteriores y según iba leyendo, esperaba que saltara algún misterio, algún villano icónico, algún secundario fascinante, alguna aventura estupenda como en las 19 anteriores; pero no, todo más o menos plano. Y, encima, con engaños y estudiados equívocos, ya que según se avanza en la lectura de los prolijos bocadillos, van sucediéndose situaciones y personajes que intuyes que tendrán una importancia más adelante, pero que resultan ser “falsos positivos”, distracciones, cosas que clasifica el lector como importantes (porque necesita hacerlo ante tanta inactividad) pero que, en realidad, no lo son. Rompecabezas sin demasiado interés que se suceden mientras el pobre capitán Haddock va acrecentando su mal humor entre una calamidad y otra y las pesadas excentricidades de la Castafiore.

Sin embargo, la realización del álbum es impecable. La comedia ligera (o inteligente) habitual en la saga está más potenciada que otras veces, como cuando los inefables Hernández y Fernández dicen con enfado aquello de «¡Qué suerte la nuestra! ¡Una vez que pillamos a los culpables, se las arreglan para ser inocentes…!» O cuando Milú le comenta al gato del capitán aquello de «yo no puedo soportar a estos bichos que hablan», en referencia al loro que trae como regalo la Castafiore; o tacha de “urracas” a Tintín y el pianista de la diva de la ópera, Igor Wagner, porque no paran de hablar. ¿Demuestra racismo el bueno de Milú hacia las aves? Seguro que no, pero quizás las tendencias actuales de lo “políticamente correcto”, siempre dispuestas a sacar de contexto las cosas, opinarían distinto. Y lo peor es que les entraríamos al trapo. Indignados.

Volviendo al cómic, también se utiliza el recurso de los “juegos de palabras”. Por ejemplo, la Castafiore llama al pobre capitán de mil maneras distintas, no acertando nunca con su nombre real. También se nombra al célebre diseñador “Tristán Bior” o se bautizan algunas cabeceras de revistas bastante famosas.

Por otro lado, Hergé y sus insignes “ayudantes” —Jacobs (Blake y Mortimer), Bob de Moor (Barilli) o Jacques Martin (Alíx)—, habían ya alcanzado el grado máximo de perfección en el dibujo de personajes y decorados. Se puede ver en la plancha 12 donde se ilustra el despliegue de los gitanos con todo lujo de detalles cuando llegan a las puertas del castillo; o en el dibujo de los aparatos de televisión o grabación de la época.

Así que puede que este cómic de Tintín sea el más “relajado” de todos, incluso puede ser tachado de una “rara avis”, una excepción dentro de la “línea editorial” del personaje… pero también es de los mejores en cuanto a calidad artística; incluso también por su guion, raro y difícil de sostener a razón de más de diez viñetas por plancha de media, con bocadillos repletos de texto, sin que “aparentemente” ocurra nada espectacular o misterioso, sin tener un argumento al uso.

Por otro lado, sorprende el tratamiento que hace Hergé de un grupo de gitanos. “Tribu” les llama en algún momento y, en general, podríamos decir que se raya, otra vez, “lo políticamente incorrecto”. Ahora, seguramente, el creador belga no se podría haber mostrado tan realista; aunque otros dirán que es un enfoque “tópico”. En fin, lo que sí que parece indicarse sin tapujos es la visión que se tiene de este colectivo, sea motivada por los hechos o no. A pesar de la opinión negativa generalizada en todos los personajes del cómic, menos Tintín y el capitán, la idea es la de querer indicar que todo lo que tradicionalmente se le achaca a esta etnia es falso. Quizás el autor quiso limpiar su imagen con esta mirada un poco edulcorada, tras ser acusado durante su vida de simpatizante del fascismo, antisemita o racista con los oriundos de la, en aquella época, colonia belga del Congo. ¿Quién sabe?

Cerremos este artículo con algunas de las peculiares expresiones (que suelen ser siempre múltiplos de mil) del bueno del capitán Haddock, el verdadero protagonista de esta historia, junto con la insufrible Bianca Castafiore: «¡Mil millones de mil naufragios!» y «¡mil millares de mil millones de mil demonios!»

Lo mismo exclamamos, más o menos, los seguidores incondicionales, una vez finalizada la lectura de este peculiar libro de nuestro reportero belga preferido. Con todos los ceros que salen tras hacer las multiplicaciones pertinentes.

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