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“Estudiosos del cómic”, como seguramente sabéis el 19 de octubre se pone a la venta el álbum número 37 de Astérix: “Astérix en Italia”. Supongo que para todos los que nos aficionamos al cómic de niños, este galo irreductible, fue uno de los principales culpables. ¿Os acordáis del primer Astérix que leísteis? ¿O del primero que os compraron o regalaron siendo un niño? Bueno, yo sí que me acuerdo y dentro de mi serie “Nostalgias Pretéritas”, escribí sobre aquel momento. A continuación os dejo la “Nostalgia” que os cito. Tal vez la historia no sea muy distinta de vuestra propia experiencia con, quizás, un álbum de Tintin o Spirou. Ya me contaréis…
¡Cumpleaños feliz!
Cuando yo era un niño se tenía la costumbre de llevar una bolsa de caramelos —preferiblemente sugus, que cundían más— al colegio y repartirlos entre los compañeros de clase. Tengo entendido que esta bonita y sencilla tradición se ha desmadrado en nuestros tiempos y ha derivado en una fiesta que recuerda a las cervantinas “bodas de Camacho” y mucho estresa a los padres y sus bolsillos. No sé si la atención que se presta ahora a los niños es racional o no, pero lo cierto es que mis cumpleaños infantiles, en su sencillez, eran muy felices. No hacía falta más. Recuerdo que cuando llegaba del colegio siempre me esperaba una tarjeta postal de mis abuelos. Como vivían en Alicante, era su forma de felicitarme. La tarjeta tenía un dibujo de la época con niños sonrientes y cabezudos, preferiblemente rubios como yo, soplando tartas o rodeados de juguetes. Eran dibujos muy bonitos que, vistos ahora, tienen un sabor a antiguo entrañable. Por la tarde venían a casa algunos primos y amigos y había sándwich de jamón york con mantequilla cortados en triángulo y apilados en una bandeja, patatas fritas, gusanitos y cosas así, todo regado con botellas de dos litros de Coca-Cola y Fanta. Después llegaba la tarta con sus velas que había que soplar, la inevitable canción del “cumpleaños feliz”, tirones de orejas y el resto de actividades obligatorias propias de un buen cumpleaños de finales de los setenta. Después se recogía la comida y nos pasábamos el resto de la tarde jugando a algún juego de mesa o similar. Y al día siguiente al colegio a esperar otro año. Pero vayamos a lo que realmente importa (a un niño, me refiero): los regalos. Eran de dos clases: juguetes o libros y ropa. La segunda categoría era un obsequio auspiciado y, a veces, patrocinado por mi madre. Nunca salió de mi boca infantil un «mamá, cuanto me gustaría tener un pantalón de vestir marrón», pongamos por caso. Pero ese podía ser un perfecto candidato a regalo de cumpleaños. No creo que mostrara mucha alegría cuando descubría un anodino chándal azul con raya lateral blanca tras el papel de colores. Un traje de hacer deporte perfecto para usar en clase de educación física en el colegio. Seguro que sentía decepción o cabreo. Y es que el regalo tiene que ser algo ansiado o inesperadamente deseado, nunca algo necesario que tendrías que comprar de cualquier modo; pero con menos de diez años no puedes defender estas disertaciones justo después de descubrir un pijama de “Galerías Monserrat”, la tienda de al lado de casa, como el tercer y último regalo del día. De cualquier modo, el número de obsequios entraba dentro de lo asumible y si en el lote había, por ejemplo, un tebeo de Mortadelo, se disfrutaba al máximo del mismo, porque era uno (no había otras decenas de regalos que atender) y era tuyo. Hablando de esto, me viene a la memoria un cumpleaños en que la mejor amiga de mi madre en aquel tiempo, Loli, me llevo hasta el quiosco del Centro Comercial de San Ignacio. Su intención era que eligiera un tebeo de la serie “Olé!” de Bruguera como mi regalo. Entonces yo me quedé mirando los libros de Astérix que había en la parte superior del quiosco.
—Elije uno de esos —me ofreció al darse cuenta. Yo sabía que eran muy caros y, aunque era un niño, no me habían educado en la irresponsabilidad; así que me mostré indeciso, sin saber qué hacer. —No te preocupes. Cuestan más dinero, pero tampoco tanto… —me animó, para que no me sintiera mal por auspiciar aquel dispendio.
En la primera página del libro que me regaló la amiga de mi madre, figura en una esquina el número “575” pintado a lapicero. No estoy seguro, pero este podría ser el precio en pesetas en aquel momento. Dicho de otro modo, el libro costó tres o cuatro veces más que el tebeo que iba a ser mi regalo originario. Fuera el importe que fuera, finalmente llegué a casa con un “Astérix en Córcega” bajo el brazo y una sonrisa de oreja a oreja. Me acuerdo perfectamente. Este Astérix, el primero que conseguía, es quizás el regalo de cumpleaños de mi niñez más querido, entre otras cosas porque es el único regalo de aquellos años que conservo en perfecto estado en una de las estanterías de mi casa. Se trata de la edición de 1980 (supongamos, entonces, que esto ocurrió en mi noveno o décimo cumpleaños), de la serie que lucía guardas marrones, un entintado lamentable y bocadillos rellenados con letra mayúscula que parecía hecha con una máquina de escribir.
Los estudiosos de este cómic, suponiendo que existan, sabrán de lo que hablo. No sé cuántas veces lo leí y cuantas veces intenté copiar sus viñetas, pues dibujar era uno de mis pasatiempos infantiles. Luego, con los años, vinieron más libros de este galo irreductible. En realidad, vinieron todos.
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