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El día que tocaba ir a la playa de Morro de Gos, a la vuelta siempre pasábamos por un asador de pollos de esos que, con enorme visión comercial, mostraban justo al lado de la puerta un armario con varias filas de las deliciosas piezas de ave dando vueltas mientras se asaban. El aroma que desprendía aquel ingenio, a la hora de comer, tras una mañana de frenética actividad en la playa —otra frase de la época era la misteriosa «¡Es que el agua da mucha hambre!»—, era un deleite para los sentidos o, quizás, una tortura. Yo me paraba delante como si estuviera contemplando la Capilla Sixtina recién pintada. Extasiado. Rendido. La boca se me hacía agua y las tripas protestaban ante aquel concierto de sensaciones sin resolver, ante aquellos manjares chorreantes de jugo, condimentados con las misteriosas hierbas y artes que los maestros valencianos del “pollastre” atesoran como el más valioso y arcano de los secretos.
—Mama, ¿hoy vamos a comer pollo a l'ast? —preguntaba esperanzado, utilizando en la media lengua de los niños la única palabra en valenciano que me sabía y me sé y agarrándome a su pierna para no caer desmayado de anhelo,
—No. Hoy tienes coliflor. Que es muy sana —respondía malévola mi progenitora, quizás sin ser verdad, buscando mi reacción desesperada y, siendo tan pequeño, también cómica —. Venga, mañana si venimos, compramos uno —me prometía al fin conciliadora, sabedora de que me olvidaría del asunto a lo largo del día.
—Sí, seguro que mañana nos quedamos en la playa de la Concha y no pasamos por aquí —barruntaba yo, agorero, sin comprender cómo podíamos perder aquella oportunidad.
Finalmente, cogiéndome de la mano, cargando con mi cubo, rastrillo, pala y flotador, arrastrando los pies con aquellas chanclas que se sujetaban en el hueco que hay entre el dedo gordo del pie y su compañero de al lado, mi madre me hacía avanzar mientras yo no dejaba de mirar hacia atrás, echando ojeadas a la “Capilla Sixtina”, que, poco a poco, desaparecía tristemente tanto en su forma visual como olfativa. Como si hubiera sido sólo un sueño.
Pero mis mayores tampoco eran insensibles a esos cantos de sirena con forma de asador de aves de corral, y dos o tres días de las vacaciones se compraban algunos de esos deliciosos pollos asados. Recuerdo devorar mi porción con inmenso placer. Aquella era otra de las muchas “felicidades” que te brindaba la estancia en la playa.
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