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Foto del escritorMario Garrido Espinosa

EL WESTERN ENCUBIERTO. CAATINGA

Actualizado: 1 jul 2020


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A veces conviene volver a los clásicos. Yo, por mi parte, todos los años, leo uno o dos Hermann’s, sabiendo que las maravillas que ha hecho (y sigue haciendo) este hombre no parecen tener fin. Y es que Hermann Huppen (1938) tendría que haber recibido el “Premio al trabajo” o su equivalente belga. Hagamos cuentas de su producción: Bernard Prince (14 tomos), Comanche (10 tomos), Las Torres de Bois- Mauri (14), Jeremiah (37), Jughurta (2), El diablo de los siete mares (2), Duke (4) y decenas de álbumes independientes: “Sarajevo Tango”, “Luna de guerra”, “Manhattan Beach 1957”, “La chica de Ipanema”, “Afrika”, “Zhong Guo”, etcétera, etcétera, etcétera. Efectivamente, salen más de cien tomos y subiendo, porque seguro que ahora andará dibujando otro, a pesar de sus ochenta y pico años.

El autor de esta prolija cómicteca de más de cinco mil páginas tiene incluso una frase famosa de esas que conocen todos los entendidos en cómic: «¡Si sabes dibujar, sabes escribir!...» Me parece un poco osado afirmar esto de manera tan categórica (que se lo digan a Uderzo, por ejemplo), pero tengo que reconocer que en su caso es una verdad como un templo.

Hermann, además, es uno de los autores que más páginas han dedicado a ese género que tanto nos gusta llamado western, ya sea en su versión clásica (historias ubicadas en Estados Unidos entre el final de la Guerra de Secesión y el final del siglo XIX, más o menos) o trasladando todos los elementos del género a otros lugares o épocas. Es el caso de su obra más monumental, Jeremiah, que es un western “de libro” ambientado en un mundo post apocalíptico. Quizás, al no entendido, le parezca raro ver un western fuera del contexto de las historias del Oeste puro y duro, pero hay muchos ejemplos y no sólo en el cómic. Véanse, por ejemplo, las películas “Un día de furia” (1993) de Joel Schumacher, situada en los años noventa del siglo XX o la obra maestra de Jean-Jacques Annoud, “Enemigo a las puertas” (2001), un western que se sitúa en la batalla de Estalingrado durante la Segunda Guerra Mundial. Hasta José Luis Garci realizó un western ubicado en la Asturias del XIX: “Luz de domingo” (2007).

Y, ¿cuáles son esos elementos que hacen que podamos calificar una historia como de este género? Pues, al menos, tenemos que encontrarnos con algo de todo esto: espacios abiertos (desiertos o montañas, pero que hagan pequeños a los humanos que los recorren), colonos e indios, pistoleros y caza recompensas, cuatreros y sheriffs, la caballería, vacas y caballos, pueblos inmundos con un ”General Store” y un Saloon donde se juega al póquer y se toca el piano, uso generalizado de las armas de fuego, prostitutas y honrados aldeanos, el ferrocarril, los tramperos, cartucheras y sombreros…

Pues, por increíble que parezca, todos estos tópicos se pueden trasladar a casi cualquier época y lugar. Hasta podemos ver clara referencias al western en un ambiente de apocalipsis zombi, como se deja notar sin ningún disimulo en muchos de los episodios de la serie “The Walking Dead”.

“Caatinga” es un claro ejemplo de western fuera de la línea habitual. Se desarrolla en el noreste del Brasil, en una zona semidesértica llena de espinos y cactus que se llama como el título del cómic, durante los años treinta del siglo XX. Unos terratenientes llamados coroneles, secundados por la policía corrupta y por los llamados Volantes, sicarios a sus órdenes, imponen sus intereses sobre los pequeños campesinos o ganaderos, usando la violencia o el asesinato si hace falta. El padre del protagonista de la historia, Diamantino da Rocha, es asesinado por uno de estos propietarios sin escrúpulos, el coronel Aristarco y Souza. Junto con su hermano Manoel, Diamantino intenta vengarse, pero a punto están de morir. En la huida se encuentran con una banda de mercenarios proscritos de los llamados cangaçeiros, comandados por el Capitao Clovis Mendes. Según se indica en los extras del final del libro, estas partidas de campesinos revolucionarios “eran una mezcla de Robín de los Bosques y de criminal despiadado”. Así que, en esta “buena compañía”, los dos hermanos inician una huida por uno de los parajes más duros del planeta, de imprevisibles consecuencias.

Como puede verse, si metemos a las vacas de por medio, como es el caso, tenemos la perfecta historia “de vaqueros”, que se decía cuando yo era pequeño. Pero sin “gunmens” ni diligencias. Con cangaçeiros.

En puridad, hay que reconocer que la trama no resulta demasiado original, pero lo que, en mi opinión, resalta de este cómic es el ambiente donde se desarrolla, bastante desconocido, supongo, para cualquiera fuera del Brasil. Los cangaçeiros son unos personajes muy peculiares, vestidos con colores claros como la tierra del propio desierto por el que se mueven, con un fusil al hombro y las cananas de balas cruzándoles el torso. Y, por supuesto, está el llamativo y folclórico sombrero con el que completan su uniforme de bandidos. El “complemento” tenía forma de media luna y lo llenaban de adornos con monedas de oro y plata y distintos símbolos geométricos. Esta gente, a pesar de su indumentaria un tanto ridícula (dicho desde el respeto; nosotros, los españoles, tendríamos mucho que callar en este sentido si nos recordaran los muy “ridículos” trajes de luces de los toreros) se movían en un entorno de enorme violencia, la cual se muestra sin tapujos a lo largo del cómic, con imágenes a veces muy crudas. Por no hablar de las fotografías que acompañan los extras del final de libro, como esa imagen en blanco y negro con el epígrafe “Trofeos de caza de la policía de Angico, julio de 1938: las cabezas cortadas de la banda.” Efectivamente, entre los gorros adornados, los abalorios, las armas y demás parafernalia, perfectamente expuestas, ordenadas como si fueran una colección de jarras dispuestas por unos anaqueles, se pueden ver en primer plano las cabezas decapitadas de los cangaçeiros.

Por otro lado, Hermann llega aquí a su máximo nivel. El dibujo es un fiel reflejo de la zona donde se desarrolla la acción. Se puede sentir el calor del desierto, la luz casi cegadora de las peores horas del día, el peligro de la fauna que de vez en cuando se deja ver, la dureza del terreno, el polvo y la sequedad, la crudeza del poco valor que se da a la vida en un ambiente así, todo ello reflejado con una gama de colores y un despliegue de detalles que sólo un maestro dibujante (mejor sería decir pintor, artista) con tanta experiencia como él podría llevar a cabo con esta solvencia. Y, por supuesto, sin renunciar a ese estilo suyo tan peculiar y que, de momento, que yo sepa, nadie se ha atrevido a continuar.

Terminemos con la siguiente frase: «¡Sí! Los hombres también son como las balas. Creemos conocerlos y… ¡Hop! Van donde se les antoja.»

Pues eso, si vais por la Caatinga, acordaros que los hombres son como las balas… Avisados estáis.


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